José Jiménez Lozano
Esperando a Sócrates
Lo cierto es que si escribo «Esperando a Sócrates» no quiero decir gran cosa como cuando decimos que somos constitucionalistas o demócratas y en realidad tendríamos que decir que Sócrates debería volver y también se querría decir que deberíamos tomarnos con alguna seriedad la santidad de la Ley, como decían los romanos, y que, para que haya democracia, debe estar sobre el propio Estado. Pero es seguro que se dirá, enseguida, que ésta será mi opinión, pero que se puede tener otra, y he visto una encuesta en la cual se preguntaba si se estaba a favor o en contra de la convocación o en contra de una manifestación para cercar el Congreso de los Diputados o encarnación del Poder Legislativo, un hecho definido como delito en el Código Penal. Y es decir a los ciudadanos que pueden elegir un delito o lo contrario del delito que es el cumplimiento de la Ley. Y, estando así las cosas, lo que urgiría sería que Sócrates volviese cuanto antes.
Sócrates, en efecto, vivió en Atenas hace unos 2.500 y, cuando comenzó a enseñar, se encontró con lo que se llamaba la sofística, que era el oficio de defender cualquier asunto o realidad con buenas o malas razones, retorciendo éstas, e incluso mintiendo tranquilamente. Y sofistas sigue habiendo, aunque mucho menos finos que los antiguos, por la sencilla razón de que tampoco lo necesitan, porque el famoso hombre moderno, maduro, cultivado, libre y tecnológico resulta tanto más fácilmente víctima de la sofistería cuanto que queda fácilmente enredado en las muchas escolásticas de una razón meramente instrumental y adaptada a cada argumento y a defender una forma de conocimiento especializado o definida como principio filosófico o político. Es decir, en el caso de personas que pertenecen a un partido político que, al margen de las afirmaciones de su escuela que pueden ser la expresión de lo más racional, segregan una escolástica o estructuración de argumentos, cuya finalidad es primeramente ganarse la conformidad de las masas, sea como sea, acerca de lo que se ha decidido acríticamente que es la verdad del grupo, y esto es lo que constituye la sofistería o blanqueo de una mera opinión en verdad. Y ya digo que Sócrates se encontró en Grecia en una situación parecida.
Valga por lo que valga, hay que decir, enseguida, que las relaciones de Sócrates con su mujer, Xantipa, eran un poco accidentadas, algo que seguramente se debía a la cabezonería de Sócrates, que, naturalmente, trató de hacer imperar ese asunto de la verdad o certeza, tanto en la vida doméstica como en la vida pública. Es decir, Sócrates no toleraba que se aceptase nada que no fuera una certeza, y enseñaba lógicamente que una opinión no es una verdad porque si lo fuese no sería opinión y que, por lo tanto, lo que importaba era la verdad o certeza y no la opinión. La opinión tenía que pasar por un proceso de discusión y prueba para eventualmente convertirse en verdad o adverarse como falsedad, pero era una estupidez y una maldad tratar de defender algo que era mentira, que es lo que hacían los sofistas, convirtiendo toda la realidad en opinable y todo lo opinable en respetable. Aunque el respeto debe ser exclusivamente para las personas, y el saber y la educación consisten en un proceso de aprendizaje con un maestro. Incluidos los que van a ocuparse de la cosa pública.
Y hay que ver la cantidad de pedagogos, ministros y sistemas de enseñanza que ha habido desde el señor Sócrates para acá. Aunque entonces los pedagogos se dedicaban a llevar los niños a clase para que, en la calle, no les pillara un carro, y los ministros eran los servidores de la casa, pero luego han hecho una gran carrera, mientras la opinión se convirtió en la reina de las inteligencias sometiendo a éstas a su imperio, y se decidió que ya no había verdades o certezas.
Así que, entonces, ¿a qué vendría el señor Sócrates?
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