Antonio Cañizares
Fiesta del Pilar-Día de España
Celebraremos la fiesta de Nuestra Señora del Pilar, a la que va unida la fiesta de la Hispanidad, y la fiesta Nacional o Día de España. La Virgen del Pilar nos evoca nuestras raíces más sólidas: nos evoca a Santiago Apóstol, el Evangelio traído a España, la fe que lo acoge. Nuestra historia común sostenida en ese Pilar que es María. Esta España, protegida por María, celebra, un año más, su fiesta y diría también sus raíces en las que se asienta, que son cristianas. Es verdad que olvidamos estas raíces y somos infieles a ellas, y, en virtud de ese olvido e infidelidad a lo que le ha dado identidad y está en su base, la sociedad española se descristianiza y laiciza, deja de apoyarse y asentarse en la verdad y dignidad de la persona humana que tiene su origen en la fe cristiana; en este sentido vemos que últimamente, incluso, se da o pretende darse a sí misma, si no se remedia, a través del Parlamento, leyes o proyectos de ley que la deshumanizan y la destruyen: me refiero a los cuatro proyectos o proposiciones legislativas a las que me referí en anterior ocasión.
España atraviesa un momento muy delicado: además de dichos proyectos, todos tememos una declaración unilateral de independencia de Cataluña. Ambas cosas nos destruyen. Estoy convencidísimo que aunque se llegue a una declaración unilateral de tal independencia, no tendrá efecto, no se llevará a cabo porque la norma suprema por la que se rige España, su Constitución, nos salvaguarda. No estoy tan seguro de que no llegarán a aprobarse dichos proyectos legislativos. Pero también la Constitución nos salvaguarda en relación con dicho proyectos o proposiciones legislativas y también porque la Virgen María ampara y protege a su tierra que es España con todas sus gentes, y espero y pido que no se aprueben.
No olvidemos: la Constitución surgió de un afán de concordia entre todos los españoles y de anhelo de libertad por parte de todos, pensando en España, como una España de todos, en la que todos cabemos, a la que habría que salvar entre todos. En su base estuvo el ánimo de llegar a un texto que fuese de todos, no de unos frente a otros o sobre otros. Así, hoy, aunque perfectible como toda obra humana, «la vemos como fruto maduro de una voluntad sincera de entendimiento y como instrumento y primicia de un futuro de convivencia armónica entre todos» (Conferencia Episcopal Española, 1999). Como tal se ha mostrado a lo largo de casi cincuenta años y esperamos que esta Constitución siga siendo el gran apoyo para esa unidad, solidaridad y concordia que ella misma alienta y confirma, porque los principios –derechos y libertades y cuadro de valores– que la sustentan van más allá de un consenso que puede producirse en un momento u otro de la historia.
Entiendo que entre estos principios hay que destacar «la indisoluble unidad de la nación española, patria común e indivisible de todos los españoles» (Const. Esp. Ar 2), y el reconocimiento, como «fundamento del orden político y de la paz social», de «la dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás» (Art 10). Tanto un principio –la unidad de España– como otro –la dignidad de la persona humana y sus derechos inalienables– son por sí mismos anteriores a la misma Constitución, son prepolíticos y prejurídicos, además, forman parte integrante del patrimonio moral que nos configura como personas y como pueblo.
Ante la Pilarica, Nuestra Señora del Pilar, quiero afirmar con palabras de la Conferencia Episcopal en su documento sobre la situación moral de nuestro pueblo de hace unos años: «nuestra voluntad y la voluntad de todos los católicos de vivir en el seno de nuestra sociedad cumpliendo lealmente nuestras obligaciones cívicas, ofreciendo la riqueza espiritual de los dones que hemos recibido del Señor, como aportación importante al bienestar de las personas y al enriquecimiento del patrimonio espiritual, cultural y moral de la vida. Respetamos a quienes ven las cosas de otra manera. Sólo pedimos libertad y respeto para vivir de acuerdo con nuestras convicciones, para proponer libremente a nuestra manera de ver las cosas, sin que nadie se vea amenazado ni nuestra presencia sea interpretada como una ofensa o como un peligro para la libertad de los demás. Deseamos colaborar sinceramente en el enriquecimiento espiritual de nuestra sociedad, en la consolidación de la tolerancia y de la convivencia, en libertad y justicia, como fundamento imprescindible de la paz verdadera. Pedimos a Dios que nos bendiga y nos conceda la gracia de avanzar por los caminos de la historia y del progreso sin traicionar nuestra identidad ni perder los tesoros de humanidad que nos legaron las generaciones precedentes» (n. 81).
El exaltar la libertad, individual o de grupo hasta considerarla como un absoluto, como una fuerza autónoma de autoafirmación, no raramente o ciertamente insolidaria, inclinada a juzgar las cosas según los propios intereses y como voluntad de poder que se impone sobre los demás, es uno de los problemas principales con los que a varios lustros de la Constitución nos enfrentamos.
Con los límites que pueda tener, nuestra Constitución respeta y se asienta en ese vínculo de verdad-derechos-libertades. Por eso creo totalmente acertadas y hago enteramente mías aquellas palabras de la Conferencia Episcopal: «Pretender unilateralmente alterar este ordenamiento jurídico en función de una determinada voluntad de poder, local o de cualquier otro tipo, es inadmisible. Es necesario respetar y tutelar el bien común de una sociedad pluricentenaria». Sólo así seguiremos respetando nuestra Constitución que exige de todos la concordia, la unidad, la paz social. De otra suerte la conduciremos por los caminos de la desintegración de la sociedad pluricentenaria que es «Hispania», España, y para eso la mirada y la súplica a la Pilarica nos serán para todos una grandísima ayuda, abierta a la esperanza.
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