Relaciones EE UU/Rusia
Gracias, Mr. Trump
Europa necesita un impulso político que plantee una agenda reformista
La intervención ante los medios de Donald Trump tras su reunión con Vladímir Putin el pasado día 16 merece una reflexión sosegada más allá del estupor que produjo. Sus palabras permitieron constatar que Estados Unidos está dando la vuelta al sistema de alianzas que ha sido parte esencial del orden internacional desde los años noventa del siglo pasado. No es que faltaran los indicios de que esto iba a ser así, pero el presidente norteamericano zanjó la cuestión cuando, después de referirse a la Unión Europea como «enemiga» habló de Rusia como una «competidora». Ya sabíamos que Trump no ve aliados ni socios por ninguna parte y que entiende la política internacional como un juego de suma cero, en el que uno gana lo que otros pierden. Aceptar esto es útil para saber cómo tratar con él y tener expectativas realistas sobre lo que se puede conseguir. Pero si nos quedamos simplemente con esto, no tendríamos la fotografía completa del pensamiento trumpiano. La rueda de prensa de Helsinki evidenció también la debilidad del presidente estadounidense por personajes como Putin, por hombres fuertes que no están sujetos a las molestas servidumbres de las democracias liberales. Aunque se esfuerce por aparentar la frialdad táctica del experto negociador que cree ser, Trump es un hombre sentimental, controlado por las pasiones y con una inmadurez que lo hace fácilmente manipulable.
Tal vez todo esto se sabía ya, pero tras la cumbre de Helsinki no queda más remedio que aceptar los hechos consumados. Si un actor de relieve decide que las relaciones internacionales son un juego de suma cero, entonces se convierten de inmediato en un juego de suma cero. Se observa claramente en la cuestión comercial: a la Unión no le queda otro remedio que establecer aranceles cuando Washington los ha establecido previamente. Tras Helsinki, no podemos seguir fingiendo que Estados Unidos es un socio preferente de Europa. Ya no está en nuestra mano.
Los gobernantes europeos sí tienen la obligación de actuar racionalmente y respetando las lealtades institucionales básicas. Y en estas condiciones no queda otra que prepararnos para el divorcio mirando por nuestros intereses. Aquí chocamos con la proverbial dificultad europea para tomar decisiones. Más nos vale superarla, porque no podemos quedarnos atascados en las inercias del pasado ni limitarnos a minimizar daños mientras rezamos para que Trump no sea reelegido.
Lo primero que debemos hacer ya lo estamos haciendo: redoblar el esfuerzo de la Unión por alcanzar acuerdos comerciales por todo el mundo. Tras el famoso CETA con Canadá, acabamos de cerrar un nuevo acuerdo de vital importancia con Japón, y no está lejos el que firmaremos con México. También hay conversaciones en marcha con la Alianza del Pacífico. Naturalmente, esto no quiere decir que no haya que hablar con Estados Unidos. La reciente visita del presidente de la Comisión, Jean-Claude Juncker, a Washington parece haber sido positiva: ha logrado frenar los aranceles sobre los automóviles a cambio de comprar soja del Medio Oeste. Habrá que vigilar que se cumpla.
Pero como el desarrollo comercial está altamente influido por la situación geoestratégica, además de firmar acuerdos debemos hacer lo que Trump nos exige: aumentar el gasto militar. Sí, sé que no suena atractivo, pero es imprescindible. El presidente norteamericano es incapaz de comprender que con el esfuerzo que su país hacía en la OTAN estaba comprando liderazgo. Él desprecia este liderazgo, de modo que no tenemos que incrementar la inversión para que se tranquilice, sino precisamente para que podamos asumir ese liderazgo del orden liberal que Estados Unidos ya no quiere.
Algunos dirán que resulta indefendible embarcarnos en un proyecto militar cuando todavía colea la gran crisis de 2008, cuando estamos ante una guerra comercial, cuando desde el Este (y desde Italia) se desafían los valores europeos. Pero debemos abrir el foco y entender la cuestión política de nuestro tiempo. El orden internacional liberal que se fraguó en la posguerra mundial y que se afianzó tras la caída del comunismo en Europa está en quiebra. La influencia política sigue dependiendo de la capacidad de defensa. Si queremos defender las instituciones multilaterales, el libre comercio y todo aquello que –con todas las salvedades que se quiera– ha dado origen al mayor periodo de libertad y prosperidad que hemos conocido en el Viejo Continente, debemos reforzar nuestra influencia empezando por la capacidad militar.
Se trata de tomar el liderazgo que América ya no quiere y con él defender los intereses y los valores de Europa. La realidad es que necesitábamos desesperadamente un acicate, un motivo para ocupar el lugar que nos corresponde. Si logramos ocuparlo, no vamos a solucionar todos los problemas del mundo de un plumazo ni a alcanzar el paraíso en la Tierra (esta promesa sólo la hacen populistas y nacionalistas), pero seremos capaces de gestionar los enormes desafíos del presente y del futuro con respeto a los principios de las democracias liberales y del orden multilateral.
Sé que esto puede sonar muy ambicioso en un momento en el que la UE apenas logra alcanzar acuerdos en asuntos aparentemente más sencillos. Pero si ni siquiera hablamos de los problemas que tenemos por delante, si nos limitamos a dejar pasar los meses y las presidencias de turno, si nos quedamos en lo inmediato, un día nos levantaremos con unas instituciones obsoletas y una ciudadanía que habrá dejado de esperar nada de nosotros, sus representantes en Europa. Así que lo que reclamo es un impulso político decidido que plantee una agenda reformista inmediata a la altura de lo que tenemos delante. El objetivo será que dentro de pocos años podamos mirar al Atlántico y decir: gracias por el empujón, Mr. Trump.
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