Joaquín Marco
La casta
Cuando se dijo que iba a llegar una nueva política en España se impuso otra terminología, un ritual de signos y lenguaje distintos, y en ella destacó por su reiteración el término «casta» referido a los políticos considerados profesionales. Tras las últimas elecciones, quienes perdieron en el camino un millón de votos se lamen las heridas y buscan razones que justifiquen el desencuentro con su potencial electorado. Se ha desterrado casi el término «casta», porque la rapidez de los cambios ha llevado a los nuevos al mismo rincón de los antiguos, incluyendo los tan significativos silencios. La lucha por el poder político se ha transformado en un resignado desencanto de actores y votantes. Retornamos a un momento cultural que creímos olvidado y que Jaime Chávarri ejemplificó en el documental sobre la dinastía del poeta Leopoldo Panero y su entonces ya viuda Felicidad Blanch, que causó cierta impresión allá por el año 1976. Era y no era una visión política, porque se centraba en el ámbito de una familia, casi dinastía literaria, que había tenido días de fulgor y gloria gracias al padre en la inicial etapa franquista. Aquello que calificamos no hace tanto como nueva política ha envejecido con exagerada rapidez y nos ha trasladado hasta otra dimensión no menos conflictiva, que ha de resultar ajena a tantos jóvenes de hoy: finales de la década de los años setenta del pasado siglo. La ilusión que produjo en algunos la llegada de una democracia que había de disipar el pesado clima tardofranquista se vio también sustituida por lo que con acierto Chávarri calificó de «desencanto».
Los mismos rostros de los dirigentes políticos en la pasada, frustrada y casi incomprensible legislatura anterior se observaron de nuevo frente al Rey más serios, con sonrisas más forzadas. También el monarca actuaba más rígidamente, de forma menos distendida. No es que la política haya dejado de interesar a los electores, sino que parece haber afectado al ánimo de los mismos políticos, convertidos en lo que antes se denominaba clase y posteriormente, entre provocativo y juguetón, se calificó de «casta». De haberla, todos parecen haber adquirido ya esta condición. El nuevo Congreso tampoco parece lo que ya fue y tiende a transformarse en lo que era en anteriores legislaturas, suponiendo que éste la consiga. No en vano José Bono reclamaba por lo bajines el retorno al uso de la corbata, que algún ministro de su partido, en tiempo lejano, olvidó en su armario. Tal vez deberíamos reconsiderar si la política no debe ser profesión de casta, ya que el funcionariado suple brillantemente la ausencia de un gobierno con escasas funciones. El paso de los años se deja sentir en figuras que entendimos como ejemplo de discrepancias y provocaciones como Alfonso Guerra. Se muestra ahora tan juicioso que hasta coincide con Felipe González, antes demonio desde la perspectiva de la derecha, y hoy, ya cargado de distinciones y cargos bien remunerados, ejemplo de excesos de sensatez política que le llevan a reclamar que su partido opte por la discreta oposición. Son los efectos de la profesionalidad, experiencia, y desdén por el riesgo. No hay que conducir al país a unas terceras elecciones, se concluye al unísono, en las que pocos tienen algo que ganar, salvo el partido del gobierno que puede seguir en funciones, prorrogando presupuestos y hasta maquillando, si conviene, decisiones que requerirían debate.
Mientras tanto, la nueva política se enroca. Íñigo Errejón, más lúcido que su jefe de filas, tal vez por la experiencia paterna que vivió de cerca, sabe bien que aquel idílico Podemos, que obtuvo su primer gran éxito en las elecciones europeas, ha crecido y si, como pretende, debe disputarle al PSOE el liderazgo de la izquierda ha de conformarse y comportarse con actitudes próximas a las de los partidos que calificaron de «casta». Sabe también que el extenso historial del PSOE gravita sobre un escenario en el que las confluencias, las mareas y las inevitables tendencias asamblearias de sus militantes y partidarios se verán obligadas, si no lo han hecho ya, a jerarquizarse y a perder virginales sonrisas. El Pablo Iglesias que conversó con el Rey ya no era el mismo de la pasada legislatura, cuando su objetivo era asaltar los cielos. La vida política tiene algo de ramplonería y marrullería y puede hasta resultar aburrida cuando funciona incluso bien. Lo han de saber quienes proceden de una Facultad cuyo objetivo es objetivar y mostrar doctrinas y tácticas desde la crítica que observa cómo hasta las mejores intenciones las carga el diablo. El partido de la nueva derecha, Ciudadanos, lo tiene todavía más difícil. Sus orígenes catalanes pueden convertirse a corto plazo en un lastre, porque Cataluña se ha convertido en el problema. Haber sido tachados con malévola ironía de partido del IBEX tampoco les hizo ningún favor. Lograron, en la pasada legislatura, colocar plomos en las alas de un PSOE que se proyectaba transversal. Tardará en superar, si lo consigue, el ingenuo Pedro Sánchez aquella aventura que cualquiera podía entender perdida de antemano. El papel de bisagra de Ciudadanos no da para mucho y unas terceras elecciones, de producirse –aun con la fórmula de reflexión– podrían conducirle a la inoperancia, pero transformado en casta. Ya lo son todos. Si se abandonara una egolatría exagerada, este país tal vez pudiera explicarle algunas cosas a esta Europa de castas aterrorizada, desorientada y –cómo no– también desencantada.
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