Joaquín Marco

La crispación aturde

El «Brexit» británico se veía venir en cuanto David Cameron quiso ganar con más facilidad unas elecciones apelando a señas de identidad. Parece que va a salirle, como podremos advertir, el tiro por la culata

La Razón
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Desde EE UU a Francia, pasando por los países ya sin Estado de Oriente Medio, incluso en las elecciones que repetimos en España, la crispación que sobrevuela nos aturde. Queda ya como muy lejano el que había de resultar el espectáculo político-televisivo del año y que resultó una manifestación más de mediocridad, tanto en la realización académica-televisiva como en los enfrentamientos políticos, todos previsibles. A altas horas de la madrugada, los telespectadores que habían logrado resistir se hallaban en el mismo estado de desconcierto que antes. Por no saber, nos quedamos como estábamos: a las puertas de unas terceras elecciones que habrían de conducirnos, tal vez, a otras y aún a otras. El singobierno puede convertirse en aportación española innovadora, una más de la creativa «Marca España». Y para conseguirlo sólo nos hemos gastado los presupuestos destinados a las campañas electorales, el más creativo I+D+i. Pero el fenómeno ni siquiera resulta original. La masacre de la feliz Orlando, en la Florida de los jubilados ricos y turistas estadounidenses, permite advertir que la violencia indiscriminada parece gratuita y que cualquiera, si dispone de buen armamento, como tantos partidarios del rifle en el coloso norteamericano, puede llegar a ocupar los telediarios convirtiéndose en «lobo solitario», aunque la crueldad de los lobos no llegue tan lejos. El «Brexit» británico se veía venir en cuanto David Cameron quiso ganar con más facilidad unas elecciones apelando a señas de identidad. Parece que va a salirle, como podremos advertir, el tiro por la culata. Aun suponiendo que los británicos eligieran el gris uniforme de la Unión Europea, el país se está quebrando.

Pero la crispación no es exclusiva de islas o penínsulas. Tan sólo se requiere observar los comportamientos de los hinchas en un campeonato europeo de fútbol caracterizado por el gran despliegue policial no siempre eficaz contra el terrorismo yihadista. Pero las batallas campales entre aficionados al deporte rey no llegan desde una rampante extrema derecha que se alberga entre los hinchas. Hollande, entre tanto, se encuentra desbordado por las constantes huelgas y manifestaciones, como Barcelona o Madrid. Nos iguala la sensación de visitar terrenos sociales mal conocidos, mal habituados a sociedades inclementes en las que ni el trabajo –máximo valor del ciudadano– es respetado y nos asomamos al futuro con un inmenso bostezo interrogante. Algo tendrán que ver con todo ello los síntomas que lograron detectar con habilidad los dirigentes de Podemos, aunque algo distinto sea el recetario para resolverlo. Cuesta abandonar antiguas fórmulas políticas de derecha e izquierda, pero las sociedades occidentales del siglo XXI tienden a parecerse cada vez menos a las que les precedieron en los dos últimos siglos. Lo de arriba y abajo no vende, ni tampoco lo Verde, pese a que Austria haya elegido un presidente de este color por tan exigua mayoría. Lo que no acaba de fenecer es el nacionalismo. Antes, al contrario, reverdece como si otra nueva primavera surgiera aquí y allí, como las terribles guerras o los atentados de carácter social-religioso. A su modo, parte de los países islámicos reproducen aquellas guerras religiosas de la trágica Europa del siglo XVI. Las trifulcas futbolísticas que se están produciendo, como no hace tanto tiempo en Madrid, tal vez no puedan calificarse como fruto de un nacionalismo o localismo extremos, aunque no dejan de ser el fruto más evidente de una crispación generalizada, de la exaltación de la violencia, de la que no restan al margen las crecientes desigualdades sociales, tradicional fermento. Escasos de ideologías o de valores mutantes, como ejemplifica Podemos, el ciudadano de nuestro tiempo, angustiado por lo que pueda venir, cae en el aturdimiento. El fin del bipartidismo ha supuesto la llegada de otras opciones que, a ojos de un espectador imparcial, tratan de reproducir cada vez más los denostados modelos. No cabe duda de las crisis ideológicas que sufren los partidos socialdemócratas europeos, mientras parece alzarse una frustrada réplica en EE UU. La derecha tradicional o el centro derecha, cuyo símbolo sigue siendo Alemania, tampoco parece capaz de ofrecer ideas nuevas: se impone el conservadurismo. Sabemos que las fuerzas sociales no transitan ya por los caminos de antaño, pero su marcha resulta vacilante. Europa se rasga las vestiduras humanitarias ante la crisis migratorias, pero éste constituye el principal argumento del que se han servido los británicos del «Brexit» y la pujante extrema derecha gala de Le Pen, por no mencionar el extraño Amanecer Dorado de una resignada Grecia que optó en su día por un frustrado radicalismo. El silencio intelectual resulta ya atronador y las nuevas formas de comunicación social no han hecho sino incrementar el desconcierto, porque son más instrumentales que espontáneas. El «Brexit», triunfe o no, puede constituir un revulsivo para una Europa que no acaba de salir airosamente de una crisis económica que se origina y no finaliza en sus fronteras. Porque, al margen de la encrucijada electoral que estamos viviendo y que puede culminar en la salida por una puerta falsa, como europeos, aunque por razones múltiples y justificadas, también escépticos, afrontamos el problema de una globalización sin abandonar la sociedad del bienestar que nos caracterizó. No deja de ser un modelo al que, de momento, no se observa solución. No todo puede resolverse con el incremento o la modificación de la escala impositiva. No todo es economía.