José Jiménez Lozano
La Nación donde nacemos o pacemos
Se mire por donde se mire, no es que en bastantes aspectos el discurso político y el periodismo e incluso el ensayismo ofrezcan la sensación de estar en una situación constituyente, y tan perentoria. Pongamos por caso, como por ejemplo el Cádiz de los años 1810 y del ex-fraile Clararrosa, incluso parece que las cosas van más allá, como si se tratase de un trajín para rehacer al mundo desde cero. En Cádiz lo que más bien se pretendía era arreglar una Constitución y todo se hacía en nombre de la nación y hasta la milicia que inventó la recién nacida democracia se llamaba «nacional», que era algo copiado de los revolucionarios franceses y especialmente de los jacobinos centralistas. Pero si España era una nación bajo una ley, los realistas feroces gritaban: «¡Muera la nación» porque comprobaban que la noción jurídica de nación era una idea liberal y aquí, en España, somos y estamos como aquel alcalde que se dormía en las sesiones y cuando se despertaba preguntaba sobre lo que se había decidido para oponerse. Aunque en el lenguaje coloquial y al margen de fórmulas jurídicas se hablara de gentes de nación gallega, aragonesa, manchega o maragata, que iba de suyo, desde hacía siglos.
E iba de suyo, porque esto sólo quería decir que aquel lugar, pueblo ciudad o región señalado por nación era donde había nacido o vivía, y así, por ejemplo San Juan de la Cruz es señalado en los documentos como de nación de Fontiveros donde había nacido y vivía; y, cuando estaba en Medina del Campo era de nación de Medina. Y puede recordarse que por los años en que Teresa de Jesús había llegado una noche de agosto de 1568 a esta Medina del Campo cuando andaban encerrando toros, y pasó miedo, otros toros soltados por los mozos en circunstancias similares acornearon otro de esos años a una persona. Acudieron allí los corchetes y detuvieron a algunos de esos mozos, que tuvieron que pedir a un letrado que les hiciera un pliego de descargo, y en él fueron presentándose: el primero, un Joan Rodrígues, que era cristiano viejo, pero fulano y zutano eran judíos o de los morisquillos, y el otro y el de más allá, era milanés, tudesco, gascón o bizantino, y «todos de nación de Medina del Campo», porque allí habían nacido, o allí vivían, y luego cada quien y cada cual tenía su lengua, su religión y modo de vida. Ningún problema.
Así que eran el nacimiento o la residencia los que decidían la nación en aquel tiempo, un hecho importante cuyas peculiaridades jurídicas, costumbres y privilegios la Corona reconocía y protegía, incluso ya realizada la total unidad nacional de los diversos reinos como en un cierto gran federalismo de hecho, especialmente bajo los Austrias. Y así funcionaron las cosas hasta el triunfo del centralismo político jacobino francés que no tardará en inspirar el nacimiento de otras naciones bajo el imperio de la ley, como Italia y Alemania, en el siglo XIX
En la época romántica el concepto de nación se torna una actitud sentimental alimentada por el orgullo de la lengua, el paisaje y el campanario y los territorios se dividen y subdividen en naciones por razones literarias y en función de aquellos sentimientos y de una historia regional legendaria, y también en reacción contra los principios abstractos e igualitarios de la Revolución. Y lo cierto es que destruyeron la última realidad política de ricas diversidades construida bajo un gran acuerdo incluso multicultural, como fue el imperio austriaco; y la primera y segunda guerras mundiales fueron ocasionadas por los choques y explosiones de estos pequeños nacionalismos europeos exacerbados.
Frente a este exacerbación nacionalista surgió la idea de una Europa unida, que no debe ser una realidad política constrictiva y una práctica centralizadora e imperial, ni tampoco una internacionalización indiferenciada, universalista y unificadora, pero sí una exorcización de la que llamamos «la balcanización» o caprichosa fragmentación de naciones, cuyos desastrosos efectos han llegado hasta nosotros.
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