Historia

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La otra Revolución

La Razón
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Se han cumplido ya doscientos años desde que se apagaran las luces de la que llamamos Revolución francesa. Fue la primera que se atribuyó, como uno de los objetivos fundamentales, acabar con la Iglesia. Cuando en 1800 cautivo y enfermo el Papa Pio VI falleció cuando era conducido a París, el diario oficial «Le Moniteur» público en primera plana la noticia calificándole de «sexto y último». Los periodistas no estaban en condiciones de entender el profundo cambio que también en el catolicismo se estaba produciendo, al superarse las limitaciones de la confesionalidad del Estado. Se iniciaba con Chiaramoni que tomaría para sí el mismo nombre de su antecesor, una lista que nos llevaría hasta Francisco I en la que cada uno de ellos venía a significar un paso hacia arriba que nos lleva a los fuertes cambios que el Concilio Vaticano II calificaría de «llamada universal». No es extraño que quienes aún llevan en su memoria histórica los utópicos sueños que bastan para explicarnos que debamos considerar al siglo XX como el más cruel de la Historia. Sin arrepentimientos.

Hace unos días el Papa llegaba a Egipto para trasmitir esa nueva conciencia revolucionaria a los universitarios musulmanes, a los políticos y a los cristianos coptos o católicos. Ha llegado la hora de despertar de los amargos sueños librando al ser humano de las tremendas simientes del odio. E inmediatamente después, sus pasos le llevarán a Portugal para cumplir el centenario de aquel mensaje que unos simples niños transmitían a Europa sumida entonces en las oscuridades de una guerra que ni siquiera conseguiría cerrar el largo ciclo que se iniciara en 1328. No en vano Bergoglio ha tomado el nombre del humilde santo de Asis. «II franceschetto» viajó en su tiempo a Jerusalem para explicar cómo el amor y no la espada deben acompañar al palmero que trata de pisar el suelo de la Tierra Santa. También el fundador de los franciscanos estuvo en Egipto para explicar a sus gobernantes musulmanes esta profunda idea. Y regreso con palmas de aquel viaje. Como el Papa.

Aún siguen sus discípulos y seguidores en aquellas tierras como si fuesen suyas. Para Europa se trata de una lección que los niños de Fátima transmitieron sin entenderlo todavía. Europa ha vivido terribles experiencias que las agudas tensiones de nuestros días demuestran que en modo alguno pueden considerarse superadas y que el egoísmo y mal entendimiento pueden volver a hacer de las suyas. Sería importante que los políticos de nuestros dias pusiesen atención a los que podemos considerar siglos de su niñez. En el siglo IX cuando este nombre se consolidó se estaba haciendo referencia no a un espacio geográfico sino a una comunidad de seres humanos que desde dos diferentes orígenes, latino y germánico, compartían la valiosa herencia del helenismo y del judeo-crístianismo por lo que usaban alternativamente ambos nombres de Cristiandad y Europeidad.

De ese patrimonio procede la cultura que se ha hecho universal porque reconoce el protagonismo de la persona humana en cuanto especie única que alberga las dos dimensiones biológicas una material y la otra espiritual, siendo esta segunda la que permite progresar. Como ya muy claramente Ortega y Gasset explicara el progreso no consiste en acumular bienes materiales sino en crecer, Para decirlo con otras palabras «ser más y no simplemente tener más». Ahora el tecnicismo y el poder del dinero que acecha como terrible boa a todos los sectores políticos se está produciendo un cambio capaz de deteriorar las cosas. No hay relación entre dinero y crecimiento. Si quieres que te abonen cincuenta millones de euros al año debes aprender a pedalizar un balón. Porque si piensas o escribes es más probable que se alejen de ti las monedas. Una de las misiones más importantes, la educativa es al mismo tiempo la menos considerada. Incluso se pretende despojarla de libertad dando al Estado o a su administración plenitud de funciones. Educadores y padres coinciden con razón en sus protestas.

La europeidad se fundamentó en dos conceptos: el de nación que no tenía que coincidir con Estado –las cinco naciones en principio reconocidas como tales disponían de variadas formas de gobierno– y el del conocimiento científico que Casiodoro y San Isidoro formularon dentro de cierta unidad (las Siete Artes Liberales) y que asegura el descubrimiento y utilización de la naturaleza creada.

No debemos olvidar que una de las más valiosas singularidades de la cultura europea fue precisamente el Estudio como lugar de formación que en el transcurso del tiempo se convirtió en Universidad porque a todos abría sus puertas. Es significativo que la primera visita del Papa en su viaje a Egipto fuera a la prestigiosa Universidad islámica cuyas más lejanas raíces deben buscarse precisamente en Granada. Nosotros en cambio parecemos alejarlos del modelo inicial como si la misión de la Universidad no fuese formar personas (educar) si no comunicar técnicas (instruir). Es hora de corregir errores.

En medio de las alarmas que ciertos proyectos políticos pueden lógicamente sembrar poniendo en peligro la valiosa unidad europea aparece ahora en Francia y en España los rayos de esperanza: la opinión pública se torna favorable a quienes corrigiendo sus propios errores, invocan precisamente el órden moral y también el amor que debe integrar a las cinco naciones por encima de las divisiones estatales que ahora se elevan a veintiocho. Para un historiador se hacen imprescindibles algunas recomendaciones. Poner la vista en el pasado y aprender la lección moral que comporta. Y sobre todo invocar la revolución que el Pontificado –reconociendo errores– parece encabezar. Es más, mucho más, lo que a las tres religiones une que lo que las separa. Europa exige mucho más que una simple tolerancia. Dentro de mí mismo encuentro la clave en estas tres palabras: soy asturiano con variada sangre, español y, por encima de todo europeo. A Europa debo la porción principal de mi existencia y a su pasado vuelvo la vista con especial amor.