Misiones internacionales

Misiones y misioneros: homenaje a Isabel Solá

La Razón
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Defiendo y defenderé siempre a nuestras gentes de armas –soldados marineros y fuerzas de orden público– que cumplen misiones de riesgo en España y especialmente fuera de ella, en escenarios críticos, cuando no de alto riesgo. Utilizan su fuerza tanto para imponer la paz, para socorrer a emigrantes, como para apagar incendios en esta patria iconoclasta y en ciertos aspectos insolidaria, en la que campan a su aire, odios, venganzas y frustraciones cainitas.

Creo conocer la pasta de que está hecha esta gente que tiene bien asumido que mandar es servir, que tiene claro el concepto de «servidor público» en el que pesan más sus deberes que sus derechos, algo en marcada oposición con el mundo material en el que vivimos, que no valora a los que menos necesitan sino a los que más tienen.

Pero estas gentes, que han elegido voluntariamente –casi con carácter vocacional– una profesión, se han comprometido con un juramento solemne, se sienten herederos de siglos de nuestra Historia en los que el sol no se ponía en nuestros dominios, incluso asumen el dolor de nuestros fracasos y errores como heridas luminosas.

Nosotros nos arropamos en unidades y formaciones y normalmente estamos mandados por personas preparadas y responsables. Estamos bien equipados con buena logística a retaguardia. Y aunque nuestra opinión pública no reaccione como la de otras patrias, vivimos en un clima relativamente favorable, una vez superada la prueba de fuego a que nos sometió en años de plomo, una panda de asesinos que buscaban sólo la provocación, la desestabilización y la ruptura de nuestra sociedad, de España.

Isabel Solá, misionera de la Congregación de Jesús-María, orden fundada en 1818 por Claudine Thévenet, podríamos decir que estaba arropada por otras 1500 religiosas repartidas por todo el mundo en algo menos de 200 centros. Podríamos decir: arropada por la Iglesia Católica. Pero ese viernes 2 de septiembre, cuando fue asesinada en la céntrica calle Ennery de Puerto Príncipe, la capital de Haití, estaba sola: ni escolta, ni chaleco antibalas. Sólo su fe y su compromiso.

Barcelonesa, de 51 bellos años, había llegado a Haití en septiembre de 2008. Vivió el desolador terremoto que asoló el país caribeño el 12 de enero de 2010 y siguió allí hasta hoy, entre las gentes de una de las naciones más pobres del mundo, un pueblo –decía– acostumbrado al sufrimiento.

Este periódico recogía (4 de septiembre) una entrevista concedida por ella a José Beltrán, director de la revista «Vida Nueva»: «Sabía que se la estaba jugando; pero no le importaba, ni le agobiaba; inquieta, decidida, enérgica». Era crítica con ciertas ONG’s «que se enriquecen con la miseria de Haití». Sostenía la idea de que «si Dios no tira la toalla por nada, no lo voy a hacer yo ante esta pobre gente». Y sentenciaba: «cuando los demás se van, los misioneros permanecemos». Cierto: nosotros fuimos y regresamos.

Había montado un taller de ortopedia ya gestionado totalmente por haitianos; con una especie de hospital de campaña salía con un grupo de médicos una vez al mes para atender a las personas de pueblos aislados y desatendidos. ¿Misionera yo, se preguntaba? «No sé quién evangeliza a quién; si yo a ellos o ellos a mí, con su ejemplo».

Por supuesto me descubro ante el testimonio de su vida. Desde luego no merecía este final, pero su ejemplo perdurará siempre entre las gentes que la conocieron. Es curioso que coincidiese la fecha de su muerte con la de la canonización de Teresa de Calcuta. No dejó pasar la ocasión el Papa Francisco para rendirle homenaje, citando a los que «ofrecen su servicio a los hermanos en situaciones difíciles y de peligro; pienso especialmente en tantas religiosas que donan sus vidas sin escatimar esfuerzos, como Sor Isabel».

Y me duele que mi sociedad no sea sensible al valor de estas personas que trabajan por los mas desfavorecidos sin hacer distinción entre las religiones que profesan, como hacía Teresa en Calcuta. Lo hemos vivido en Kosovo, en aquellos monasterios que protegíamos del fuego y de la barbarie, en la Moskitia hondureña en la guerra de la «contra» nicaragüense, o en pleno conflicto de El Salvador en San José Las Flores, cuidando ancianos y huérfanos en medio de un verdadero frente de guerra. Si sé, en cambio, que lo valorarán y sentirán muchas personas entre ellas, nuestras gentes de armas.

Mientras, seguiremos adorando al becerro de oro del fútbol o de los escándalos en el mundo rosa, en tanto una clase política no acierta a distinguir si son galgos o podencos los que nos acechan, inconscientes de los peligros que corremos.

¡No les hubiera venido mal a algunos de estos políticos un máster de humildad en Puerto Príncipe de la mano de una valiente, decidida y sacrificada, sor Isabel Solá!