Joaquín Marco

No llores por mí, Cataluña

Cataluña sería, una vez más, la punta de lanza del surrealismo político instalado en una sociedad que, ideológicamente dispersa, busca alguna salida a las consecuencias de una crisis que no es tan sólo económica

La Razón
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Josep Pla, que se escondería bajo las piedras de vivir los acontecimientos políticos que se vienen sucediendo en la Cataluña de Artur Mas, recordaba siempre el optimismo del «filósofo» Francesc Pujols, quien aseguraba que al salir de España los catalanes lo tendrían todo pagado por el simple hecho de ser catalanes. Esta ironía ampurdanesa se vio tal vez reflejada en la figura de Salvador Dalí que, en sus inicios, combinó la Residencia de Estudiantes madrileña de entonces y más tarde con la barretina y logró sus mayores éxitos en el Hollywood de las estrellas denunciando a su viejo amigo y colaborador Luis Buñuel, que tuvo que abandonar los EE UU y trasladarse a México. Le hizo, sin querer, un gran favor. La diversidad, con amplio respaldo payés, permitió que Cataluña fuera el anticipo de lo que llegaría más tarde al conjunto de España. La tesis se fundamentaba en su mayor proximidad a París donde, desde finales del siglo XIX, intelectuales y artistas supieron beber sus esencias. Madrid era el tópico más lejano y resultaba menos sugestivo. Tal vez el embrollo político en el que andan metidos los políticos catalanes y su sociedad venga a confirmar la validez de aquellos supuestos. Cataluña sería, una vez más, la punta de lanza del surrealismo político instalado en una sociedad que, ideológicamente dispersa, busca alguna salida a las consecuencias de una crisis que no es tan sólo económica, sino que va más allá y altera los valores en los que se asentó su bienestar. Sería elemental creer que figuras como la de Artur Mas son la causa, en lugar de entenderlas como efecto de una corriente subterránea profunda e históricamente mucho más lejana.

Cuando el lector lea estas líneas, la suerte de otras elecciones anticipadas estará aún en el aire. Mas no convocará hasta el lunes 11. Oriol Junqueras, de ERC, rogó a Junts x Sí y a la CUP que negociaran hasta el último segundo. Pero el inmovilismo de Mas ha logrado, incluso, que una formación anticapitalista y marginal como la CUP acabara dividiéndose y Antonio Baños, su simpático portavoz, dimitiendo. Siempre defendió su negativa a la reelección de Artur Mas, pero las razones de su dimisión se basan en que la CUP rechazó su investidura y propuso nombres alternativos que aparecían como primeros números de Junts x Sí. No sólo la surrealista votación asamblearia de la CUP acabó en empate, sino que su portavoz, pese a lo que decía, estuvo a favor de la reelección del president de los recortes más duros. Se ha dicho con razón que cuantas fuerzas políticas se han aproximado al president en funciones han acabado fragmentadas y hasta ignoradas, comenzando por su propia formación, la antigua CiU, de la que se desprendió un político florentino tan admirado en la Corte como Duran Lleida. Pero tras el proceso independentista (y seguirá pese a quien pese) que dinamitó el poder socialista, la fragmentación de la sociedad catalana parece cada vez mayor. Acostumbrada al liderazgo indiscutible de Jordi Pujol, que Mas intentó sustituir sin éxito, los ciudadanos miran en todas direcciones. Conviene entender que su desorientación procede de la crisis profunda en la que viven las clases medias, anhelando retornar a un pasado tal vez definitivamente perdido. Los nuevos tiempos son los de mayores desigualdades, desatención a los jóvenes, sea cual sea su formación, abandono de las tradiciones culturales y deshumanización. Otros valores que en parte proceden de las nuevas tecnologías han venido a sustituirlos.

En esta ocasión la crisis política española no ha tardado mucho en sumarse a la ceremonia catalana. En realidad, alcanza al conjunto de una Europa de mercaderes que ha pasado de ser ejemplo a una posición secundaria. Es ahora la crisis de la Bolsa china la que destruye los índices europeos. Ni siquiera EE UU, que atraviesa un larguísimo periodo electoral, sirve de referencia. Sus propuestas políticas en el ámbito republicano son tan surrealistas como las catalano-hispano-europeas. La globalización, que se aplaudió hasta con las orejas, ha traído estos lodos. Se resisten las naciones a desaparecer y juegan la caduca carta del nacionalismo mientras lo que cuenta son los bloques y sus intereses geoestratégicos. El nacionalismo de cualquier signo procede del siglo XIX y fue responsable de las mayores tragedias del pasado siglo. Pero las desigualdades sociales que engendraron las revoluciones y las dictaduras que de ellas se derivaron tampoco se han corregido. No es de extrañar que ante una realidad conflictiva prive la desesperanza y el desencanto. Los resultados electorales muestran cómo los ciudadanos son capaces de aferrarse a cualquier signo de optimismo. Artur Mas resulta un excelente ejemplo de tenacidad y resistencia y, a la vez, símbolo de un fracaso que no cabe achacársele personalmente, sino a su medio y circunstancias. Con el partido que cambió su nombre, arropado por las instituciones ciudadanas que antes financió, sin duda volverá a la carga, posiblemente ya sin el respaldo de Junqueras. Tal vez las nuevas elecciones no se califiquen de plebiscitarias, o tal vez sí. Se dice que los jóvenes catalanes están desengañados. Tienen motivos para ello. Pero como en la ópera musical sobre Eva Perón, Mas debería entonar ya lo de «no llores por mí».