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Políticas, culturas, crónicas

Por resumir, la pregunta al final sería: «¿Usted, qué prefiere: soberanía popular o cultura?». Yo, desde luego, prefiero lo primero, contribuye a la paz, el orden y el progreso

La Razón
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Ahora ha sido con los Goyas cuando se ha mencionado la palabra «cultura», cobrando de nuevo actualidad el asunto cultural. Se reclama aquélla, en forma de queja contra algunos políticos o tendencias; más bien se piden beneficios económicos del Estado. Y el debate social está servido.

Todo este tema se puede abordar de muy diversas formas, ya que hay perspectivas de fondo y otras más simples. Sobre estas últimas, en una lógica jurídica y de sistema, el punto de partida esencial es la «neutralidad del Estado» (la cultura ha de ser libre, moverse en un plano social, y desarrollarse sin la intromisión del poder público), con el contrapeso de una idea de fomento –igualmente constitucional– que viene a arraigar en la presencia asimismo difusa del Estado de la Cultura en ese mismo plano de las Constituciones que hoy día marcan el inicio de toda discusión. Esto nos llevaría a opinar acerca de dónde encaja el cine, si en lo primero (la cultura que vive al margen del Estado) o en lo segundo (una determinada cultura cuyos contenidos han de patrocinarse por el Estado), debate éste general, pero que no es el mío, además de que sobre esta cuestión –planteada así– ya está todo dicho estos días en los medios de comunicación y las redes sociales.

Como decía, hay otras perspectivas de fondo, acaso de mayor interés en todo este asunto, más complejas y para quienes gusten de ir más allá. En tres libros algo provocadores que acabo de publicar estos días defiendo que existe una incompatibilidad esencialmente hablando entre la cultura y lo intelectual, por un lado, y los principios del orden social vigente por otro lado (me refiero en especial a «La imposibilidad de la cultura», un ensayo con Editorial Manuscritos; pero también a «Homenaje a un sonido», con Editorial Cuadernos del Laberinto; y «El Sensacionismo», con Editorial Trifaldi).

Por resumir, la pregunta al final sería: «¿Usted, qué prefiere: soberanía popular o cultura?». Yo, desde luego, prefiero lo primero: contribuye a la paz, al orden y al progreso. Y, sin embargo, sin cultura (en ese sentido amplio del término que por ejemplo usó Freud en «El malestar de la cultura»), la realidad resulta insatisfactoria. La cultura termina expresando el problema humano en sí mismo, la necesidad de un imposible y la existencia de un afán inalcanzable, es decir, de esa realidad trascendente que necesitamos por mucho que nuestro mundo sea puramente inmanente.

El momento más apasionante y en parte hasta gracioso de esta disputa de fondo, vista desde fuera, se produce cuando se descubre cómo los intelectuales o gentes de la cultura (y de esto creo que al final los Goyas son un ejemplo) son los que, sin querer, pueden estar llevando la cultura a ese plano referido de su imposibilidad misma: aquellos, gracias a Dios, vienen siendo los grandes entusiastas de todos esos principios jurídicos necesarios para que el orden social popular pueda darse, es decir, precisamente todos esos principios que más pueden provocar el alejamiento de la cultura de sí misma (y no me importa lo que dijo U. Eco, etc.). A la vista están los resultados históricos (especialmente por lo que se refiere al arte, por ejemplo, el musical) y los resultados artísticos del presente, dicho sea con el debido respeto hacia el «pop», que viene a ser el equivalente de Beethoven en el siglo XX o XXI (y no la música atonal por decir algo). La solución de fondo de la cultura no vendría de la mano de más dinero, aunque acaso sea la solución en la lógica del sistema, según afirmaba al comienzo de este artículo. La solución vendría de la mano de la (imposible o indeseable) matización de unos valores que, precisamente, son irrenunciables en el nuevo orden social porque ha de ser lo popular y no el intelecto lo que debe necesariamente mandar, al ser básico jurídicamente que sea así. En conclusión: «La imposibilidad de la cultura». Ésta viene a convertirse en un anhelo utópico. Éste sería el encanto del debate, la necesidad de negar una realidad humana irrenunciable y observar cómo lo más intelectual se ha convertido en aquello que menos lo es, finalmente. La cultura además se daría en un «Estado de la cultura», que dominaría al Estado de Derecho, y sea propiamente tal, pero esto es imposible e indeseable. Observaciones éstas para los que gusten de perspectivas de otro tipo, sobre el mismo tema que no obstante se está planteando socialmente, pero más allá de declaraciones en festivales o también por cierto de políticos nuevos que terminan tomando el estandarte de la cultura y que, según podemos apreciar, en el fondo pueden estar afirmando valores acaso positivos en otro orden pero no en términos de la cultura misma, pese a que parezca lo contrario.

Y, si todo es confuso, y el Estado de la cultura a medias es tan imperfecto, para eso créanme que, entonces, lo mejor es quedarse en esos planteamientos simplistas pero más seguros, es decir, la neutralidad del Estado, y que éste quede al margen de la cultura.