Tribuna
Última carta a Salvador Dalí
La dragoniana idea de utilizar el poder de la palabra para violentar el velo de la muerte y pedir a Dalí explicaciones por El Cristo, se convirtió en un fértil campo literario
Aún no había muerto Franco cuando Fernando Sánchez Dragó, entonces un muchacho de buena familia de Madrid que se había recorrido media Asia como hippie buscando su lugar en el mundo, dirigió una carta cargada de admiración a Salvador Dalí. En aquel lejano 1974 el pintor estaba en la cresta de la ola. La cotización de su obra no paraba de crecer y su halo de personaje heterodoxo generaba titulares a diario, a cuál más exótico. Quizá fueron ellos los que llevaron a un entonces joven y desconocido Dragó a escribirle una declaración de amor de varios folios. Dalí era "el españolito que yo prefería entre todos los nacidos después de Ibn Arabí", confesaría. Su arrebato, sin embargo, no obtuvo respuesta. Dalí amontonaba las cartas de los admiradores en un cesto y solo de vez en cuando, como quien se asoma al bombo de la lotería de Navidad, elegía una y la respondía. No le tocó.
El propio Fernando me recordó la anécdota paseando por la Eleusis ateniense y pensé –locura transitoria, lo juro– en lo interesante que sería dejarse llevar por una pulsión parecida y dirigirle hoy otra carta al maestro. Aunque la mía fuera una misiva sin esperanza alguna de respuesta, había algo en la ocurrencia que me seducía: el pintor de Portlligat fue un gran lector de temas ocultos. El misterio de las catedrales, Las enseñanzas de don Juan o El retorno de los brujos descansaban leídos y subrayados en su biblioteca. A Gala le hechizaba el tarot, y él no le hacía ascos ni a la «geometría sagrada» ni a los ovnis.
Al final no la escribí. Sepulté el pensamiento en algún rincón de la memoria y no volví a considerar semejante cosa. Pero el destino es una energía caprichosa y ha querido que, hace poco, uno de los directivos de mi editorial me propusiera participar en un libro sobre Dalí. En ese momento la Fundación Gala-Dalí ultimaba el viaje a Figueres de El Cristo de san Juan de la Cruz, una de sus obras maestras, y Planeta valoraba elaborar el catálogo de la exposición. Aquel lienzo había sido vendido a Escocia al poco de pintarse y llevaba setenta años sin verse en España. Era, pues, una buena ocasión de revisitar al artista. Tras varias reuniones, descartamos la idea del catálogo y alumbramos un libro que contuviera desde una conversación entre la directora de la Fundación y Antonio López, a algunos artículos técnicos sobre El Cristo. "¿Y me dejaríais que le escribiera una carta a Dalí?", les propuse sin tener claro si mi viejo delirio cuajaría.
Pero cuajó.
De repente, la dragoniana idea de utilizar el poder de la palabra para violentar el velo de la muerte y pedir a Dalí explicaciones por El Cristo, se convirtió en un fértil campo literario. La extensa carta que ha resultado del «experimento» se publica esta semana, al fin, en un volumen con ilustraciones inéditas y fotografías que reconstruyen el proceso del lienzo, y está encabezada por una sencilla pregunta al maestro: "¿Por qué, Dalí?".
Es este un interrogante oportuno. Salvador Dalí pintó El Cristo de san Juan de la Cruz en 1951. Tres diciembres antes hizo un viaje discreto –que no secreto– a Ávila, siguiendo los pasos de Teresa de Jesús. Llevaba entonces ocho años fuera del país y estaba obsesionado con la santa. Llegó incluso a decir que quería rodar una película sobre ella y con esa intención visitó el convento de la Encarnación. En la clausura, una de las carmelitas le mostró algo que lo conmovió: perdido entre cachivaches, descansaba un relicario de plata que protegía un curioso dibujo. Era el boceto de una crucifixión vista desde arriba. La monjita le explicó que aquello lo había esbozado el propio Juan de la Cruz después de un éxtasis en el que vislumbró, desde una de las ventanas de la tribuna de la iglesia, un crucificado de carne y hueso que flotaba en el aire. La visión fue tan intensa, tan arrebatadora, que cuando volvió en sí se apresuró a reproducirla sobre aquel pedacito de papel.
Nunca sabremos si fue la perspectiva del dibujo o la historia del trance lo que electrizó la mente daliniana, pero lo cierto es que, en los años siguientes, el maestro no dejaría de decir aquí y allá que él se sabía la reencarnación de fray Juan. Y con eso en la cabeza, en cinco intensos meses de 1951, alumbró su hoy icónico Cristo. Fue también, por cierto, la época en la que publicó su Manifiesto místico, y cuando se zambulló en los textos de la mecánica cuántica y la exploración del átomo, en busca de un sentido profundo a la materia que le permitiera conocerla y representarla mejor. Aunque entonces muchos no entendieron su alejamiento del surrealismo, aquella decisión de perforar lo visible para asomarse a lo invisible era en sí el acto más surrealista que podía concebirse… y, al tiempo, un profundo desafío espiritual.
Tenía, pues, mucho que preguntarle en mi carta. Y la he redactado. Acabo de ponerla en el «correo» de las librerías al tiempo que su Cristo descansa en el Teatro-Museo que diseñó en Figueres. Quizá yo tenga más suerte que Dragó y Dalí, que ahora ya tiene todo el tiempo del Universo en sus manos, decida responderme.
Con un genio como él, nunca se sabe.
Javier Sierrapublica esta semana ¿Por qué, Dalí? (Planeta) junto a Antonio López y Montse Aguer.
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