Tribuna
A vueltas con el Opus Dei y el motu proprio
Lo que realmente interesa es decir que existen dos Iglesias, dos Verdades, dos caminos para llegar al Cristo Resucitado. Y el Opus Dei no es el camino, es el problema
En sus Memorias, Stefan Zweig narra cómo, en el París de 1895, el corresponsal de prensa Teodor Herzl había asistido a la degradación pública de Alfred Dreyfus, «un hombre pálido que exclamaba soy inocente, mientras la muchedumbre gritaba muerte al judío». La vileza de la imputación llevó a Zola a publicar una carta bajo el título Yo acuso, en la que afirmaba que su ardiente protesta no era más que el grito de un alma que no podía callar ante la ignominia de una vejación sin fundamento.
A nadie se le escapa que la ignominia, como la desinformación, goza de una dudosa virtud: no conoce ni la pereza ni el desaliento. Su labor es bien conocida: incardinarnos a un mundo donde la recta conciencia no alcanza para conocer la verdad, porque esta se configura y se impone al gusto de la ideología dominante. Quien se opone a la moral utilitarista o a las nuevas ideologías, no ignora que el rechazo y la calumnia se apoderarán de su vida, como también lo hace con las instituciones. Nada que hombres tan dispares como Dreyfus o Benedicto XVI no supieran. Nada que el Opus Dei no haya padecido.
Como sabemos, la historia de la Iglesia no es ajena a la persecución. «Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán». Así ha sido. Así será. La Obra no es ni puede ser una excepción. Tampoco lo fue la Compañía de Jesús. Las proféticas palabras se han cumplido, y las calumnias y los reproches se han sucedido a lo largo de su historia: oscurantismo, secretismo, privilegios, afán de poder, Iglesia paralela, y un sinfín de agravios, muchos de los cuales se contradicen entre sí. Ante este enjambre de improperios e incomprensiones, san Josemaría guardó silencio. Asumía que «la contradicción de los buenos», como así calificaba a quienes les desacreditaban, se debía a que no entendían la innovación que suponía el mensaje que Dios le había entregado: la santificación de la vida cotidiana, una santidad que no requiere de celdas ni de monasterios, sino cumplir los «deberes pequeños de cada instante», por amor a Dios y a las almas, a las que les pidió que fueran sembradores de paz y alegría. ¡Gran herejía!
Ante estos hechos, recordamos que las grandes persecuciones se suelen regir por un lema: «No dejes que la realidad te estropee una buena noticia». Su contenido es demoledor: la falsedad se convierte en parte del mensaje, y la verdad, en pura percepción subjetiva. Así ocurre con el famoso Motu Proprio del Papa Francisco. Por extraño que pueda parecer, se ha convertido en una de las noticias del verano. ¿Inesperada? No. No lo es porque afecta al Opus Dei. Sus celosos detractores la han acogido con hondo alborozo. Cientos de páginas escritas para decir que el Papa ha acabado con sus privilegios. ¿Qué privilegios? Nadie los describe. Se dice, se comenta, se especula. Disertaciones de café. El rigor, como la verdad, no interesa. Interesa la desinformación, revestida de difamación. Porque lo que realmente interesa es decir que existen dos Iglesias, dos Verdades, dos caminos para llegar al Cristo Resucitado. Y el Opus Dei no es el camino, es el problema: Es el problema que ha venido, ¡por fin!, a «cancelar» el Santo Padre.
Con independencia de que, como jurista y hombre de fe, pueda tener mis reservas sobre algunos puntos del Motu Proprio, los católicos debemos saber que quienes atacan algunos carismas de la Iglesia son los mismos que desean que esta se convierta en la cara amable de una ONG de raíz solidaria, que no caritativa –of course–; de ahí que el Opus Dei se convierta, como en su día lo fuera Benedicto XVI, en un enemigo a abatir. ¿Cuál es su poder, el poder que quieren derribar? A mi juicio, no es otro que el que de defender la verdad de una fe que sigue siendo escándalo para los judíos y locura para los gentiles; de una fe que nos enseña, como diría San Agustín, que Dios y la verdad habitan en el hombre y lo lleva a su redención y a su salvación; de una fe que nos revela que la cumbre del progreso se ha dado ya: es Cristo, Alfa y Omega, Principio y Fin; y de un Fundador que predicó: «Que busques a Cristo: Que encuentres a Cristo: Que ames a Cristo». Este, y no otro, es el legado que la Obra ha traído al mundo: el respeto por la libertad y la dignidad del hombre. Otros solo han aportado cizaña y desconcierto. Allá ellos.
Por nuestra parte, hemos pretendido «juntar la letra a la palabra, la palabra al papel» (Blas de Otero), porque la Palabra es fuente de vida y de verdad. A ella, y a mi conciencia, me debo. A nadie más.