Religion
Alimento de eternidad
Textos de oración ofrecidos por el sacerdote – vicario parroquial de la parroquia de La Asunción de Torrelodones, Madrid
Lectio divina del evangelio de este domingo del Corpus Christi
Una vez pregunté a unos jóvenes qué es lo que más toca su corazón durante la misa y por qué. Todos mencionaron algún gesto o parte de la celebración, destacando cada uno algo que los demás no habían advertido. Aunque todos valorábamos cada aportación, la respuesta de una de las chicas nos impactó a todos:
– El momento que más me hace entender cómo nos ama Dios es cuando el sacerdote parte la hostia y nos la muestra a todos antes de comulgar.
– ¿Por qué te hace entender cómo nos ama Dios?– le preguntó otro.
Con una sonrisa radiante, la chica respondió:
–Porque Dios es como esa hostia blanca. Aunque es perfecto, está dispuesto a partirse para que nosotros lo compartamos.
Esta respuesta enlazaba con la experiencia de los primeros cristianos que definían la entera celebración eucarística como la “fracción del pan” (Hechos 2, 42). Dios, porque es amor, no tiene miedo a partirse para re-partirse y com-partirse. El pan partido en la misa es imagen de Cristo que muere; su cuerpo se quiebra, es traspasado por la lanza de la injusticia y la violencia del mundo. A la vez, es repartido entre todos los que lo reciben con devoción, pero no solo a nivel individual e intimista, sino como pan com-partido que nos relaciona a unos con otros y nos hace uno en él. Por eso también es signo de reconciliación, de la victoria del amor sobre el pecado y la muerte. Verdaderamente es el pan partido para la vida del mundo. Por tanto, el sencillo gesto de partir, repartir y compartir, nos adentra hoy de manera nueva en el misterio del Cuerpo y la Sangre del Salvador:
“En aquel tiempo, dijo Jesús a los judíos: «Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo.»
Disputaban los judíos entre sí: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?»Entonces Jesús les dijo: «Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. El Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come vivirá por mí. Éste es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron; el que come este pan vivirá para siempre»” (Juan 6, 51-58).
El sacramento eucarístico es un signo de contradicción desde el primer momento en que Cristo lo proclama. Para unos es fuente de vida eterna, mientras que para otros es escándalo y tropiezo. Esto es así porque la Eucaristía es el evangelio hecho alimento corporal. Que el Verbo de Dios se haya hecho carne y se haya dejado matar en la cruz es el mayor escándalo y locura para el mundo, y si además esta carne se hace pan, no lo puede ser menos. Este amor divino hecho carne y sangre, pan que se parte, se reparte y se comparte puede alcanzar y sanar lo más humano: nuestra condición caída. Necesitamos ser alimentados así para obtener la vida eterna, pues no solo de pan temporal vive el hombre, como el maná que comieron los israelitas en el desierto, sino que necesitamos ser sustentados desde lo más íntimo de lo que somos, en el vértice en que se unen nuestro cuerpo y alma, vida física y espiritual. El Cuerpo y la Sangre del Señor llegan a ese punto sagrado para redimirnos y conducirnos a la eternidad.
Durante el confinamiento muchos han mantenido su unión con Dios siguiendo la misa por los medios de comunicación y practicado la “comunión espiritual”, rezando el rosario y el Breviario, así como leyendo la palabra de Dios en familia o personalmente. Aunque ha sido providencial redescubrir la importancia de estas prácticas, ellas no suplantan al sacramento eucarístico. Este es el medio eficaz, insustituible e imprescindible, que Cristo mismo vincula a nuestra resurrección futura y vida eterna. No son una alternativa a la participación presencial en la misa y la comunión sacramental, que son el centro y el culmen de la auténtica oración y vida cristiana. Recordemos, de ninguna otra cosa la Escritura nos ha dicho algo como: “el cáliz que bendecimos, ¿no es comunión de la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es comunión del cuerpo de Cristo?” (1ª Corintios 10, 16). Por tanto, no hay contraposición ni alternativa entre Palabra o Sacramento. Necesitamos ambos porque necesitamos a Cristo enteramente, que se nos da en su palabra de vida eterna para alcanzar dicha eternidad a través de la Eucaristía. Sin esta no tenemos vida, insiste el Señor. Porque el Sacramento comienza a actuar ya en el presente, como consuelo, fortaleza y luz ante las pruebas; pero la verdadera vida va más allá de la natural, es la sobrenatural. Por tanto, para aprovechar cada vez mejor la gracia de la Eucaristía que hoy podemos volver a recibir hemos de dirigir la mirada a lo que va mucho más allá de cualquier anhelo de este mundo, no porque lo despreciemos, sino porque Cristo nos hace trascenderlo y ordenarlo según la voluntad de Dios. Con esta disposición, volvamos hoy a adorarlo y recibirlo con nuevo fervor en la misa, donde su amor se deja partir, repartir y compartir para que empecemos a vivir la eternidad.
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