Dos papas santos

Navarro Valls: «Con Juan Pablo II irrumpió la modernidad en el papado»

Joquín Navarro Valls / Portavoz de la Santa Sede durante el pontificado de Juan Pablo II. «Si la santidad se otorgara por aclamación popular, sería santo desde el día de su funeral»

Navarro Valls: «Con Juan Pablo II irrumpió la modernidad en el papado»
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–Juan Pablo II, por fin santo. ¿Qué reflexión hace de este acontecimiento?

– Naturalmente, ninguna sorpresa. Quien vivía cerca de él se daba cuenta cada día de la santidad de su vida, de la profundidad e intensidad de su oración, de la increíble mole de trabajo que desarrollaba dejándose la vida en él. También de su alegría, de su buen humor, que tenían un fundamento mucho más profundo que el simple estado de ánimo. Ahora la Iglesia sanciona y confirma que aquello fue la vida de un santo. Y me doy cuenta de que haber sido testigo próximo de aquella vida fue una enorme fortuna. Pero también una no pequeña responsabilidad.

–¿Esperaba que Juan Pablo II fuese canonizado con tanta rapidez?

– Durante siglos, la santidad se otorgaba en la Iglesia por aclamación popular. Si esta costumbre estuviera vigente hoy, Juan Pablo II sería santo desde el día de su funeral cuando la gente en la plaza de San Pedro pedía a voces y con pancartas su canonización inmediata. Hoy hay un proceso que se ha seguido en todas sus fases. Con dos hechos milagrosos que ratifican la dimensión sobrenatural de su figura. Ha sido un tiempo normal: el que lleva hacer un proceso muy riguroso según la legislación canónica actual.

– Sin lugar a dudas, el pontífice ha sido y sigue siendo un ejemplo de vida para todos. ¿Qué destacaría de su personalidad y cuál fue su mayor logro?

– Ya lo decía antes: cuando me pregunto cuál es la imagen –y tenemos millares de ellas, en fotografía, en espacios televisivos etc.– que mejor revela su identidad personal, diría que cualquiera en la que se le ve rezando. Su diálogo con Dios era el perfil de su ser, de su alma, de su persona. No rezaba primero y luego hacía otras muchas cosas, sino que su oración daba forma y estructura a todo lo que hacía. Era la necesidad más profunda de su vida humana. Así lo he visto en Roma, o cuando nos desplazábamos en helicóptero, o cuando lo acompañaba en las largas caminatas en la montaña. Su logro mayor lo conoce sólo Dios, pero yo diría que haber enseñado a toda una generación a vivir y también a morir.

– ¿Qué testimonio nos ha dejado con su enfermedad y sufrimiento?

– Si se refiere usted a su sufrimiento, tengo que reconocer que sufrió mucho y durante muchos años. Pero no recuerdo una sola vez que se revelara a ese sufrimiento. Lo aceptó plenamente y siguió haciendo lo que en cada momento tenía que hacer. Iban decayendo las fuerzas; crecían las dificultades para caminar y luego hasta para hablar. Pero incorporó todo eso en su ministerio de tal modo que cumplió hasta el final lo que se espera de un Papa. O mejor, lo que Dios esperaba de un Papa. De un Papa santo, naturalmente. Incluso siguió con su buen humor. Un día alguien en una visita le preguntó: «Santo Padre, ¿cómo está hoy?». Y con magnífico buen humor y con ironía respondió: «No lo sé; no he leído todavía los periódicos»

– Algunos comparan a Juan Pablo II con el Papa Francisco por su espontaneidad, sus gestos, su manera de comunicar... ¿qué pueden tener en común los dos pontífices?

– Esas comparaciones son siempre arriesgadas, porque habría primero que ponerse de acuerdo sobre qué parámetros personales e históricos queremos comparar. Hay aspectos formales que son muy similares, como los que usted menciona. Con Juan Pablo II el pontificado romano irrumpe con inusitada fuerza en eso que llamamos la modernidad: la universalidad de su mensaje; la vibrante proclamación de la apertura trascendente y el valor de la persona humana. Francisco atrae por su sencillez, su acento en la atención a quien está desposeído.

– Como portavoz y amigo personal del santo, ¿cuál fue el mejor y el peor momento que vivió junto a él?

– Todos los momentos fueron magníficos, estupendos. Incluso en medio de grandes dificultades, cuando las hubo. Recuerdo aquellas conversaciones en la montaña, refugiados en la sombra de un abeto, riendo, intercambiando valoraciones sobre cualquier cosa reciente o histórica. El momento de su muerte fue uno de esos momentos ambiguos en la propia vida: por una parte era la separación de aquella persona a la que admiré y amé mucho. Por otra, era el final de sus sufrimientos y el principio de su gozo interminable y completo. ¿Fue el peor momento o el mejor? Aún no lo sé...

– Juan Pablo II apostó a lo largo de su pontificado por las realidades eclesiales, movimientos y nuevas comunidades que han surgido gracias al Concilio Vaticano I. ¿Qué vio en ellos?

– El joven obispo Karol Wojtyla fue un protagonista durante el Concilio Vaticano II y algunos de los grandes documentos de ese Concilio –como la constitución pastoral «Gaudium et Spes»– llevan la marca inequívoca de su pensamiento. También su biografía pastoral desde su ordenación sacerdotal muestra una atención decidida al mundo de los laicos. Era una persona con una marcada mentalidad laica. Que se corresponde tanto con las orientaciones del último Concilio como con la realidad demográfica de la cristianidad.

– ¿Cómo vivirá el día de su canonización?

– Con agradecimiento. A Dios y a él. Creo que le diré: «Gracias, Juan Pablo II por la obra maestra que, con la gracia de Dios, has hecho de tu propia vida». Y a Dios diría: «Gracias por haberme hecho compartir aquella vida».