Coronavirus

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El día que los padres fueron los niños

Niños y progenitores salieron a pasear de forma masiva, lo que dio lugar a aglomeraciones y dificultades para mantener la distancia social.

A las 11 de la mañana, las calles entre Ventas y La Elipa, en el distrito de Ciudad Lineal, estaban silenciosas, como los 40 días anteriores de confinamiento debido al Coronavirus. El cielo, un poco gris, y la inercia del encierro no engrasaban la promesa del primer día de aire libre para 6,8 millones de niños. Sin embargo, en las casas se preparaban, patín imperativo como los guantes, padres y pequeños, cada cual con sus circunstancias. María y Álvaro tienen 7 y 5 años y viven en un piso de 70 metros. Los niños son de Roberto, que llevaba tiempo ansiando un medicinal paseo que equilibre endorfinas y oxigene la mente de dos críos muy intensos. Salimos con guantes para todos pero sin mascarillas y, antes de empezar, ya hay ganador: Lucía, madre de familia, obtiene una hora (después será algo más) de soledad. Once de cada diez progenitores consultados para la elaboración de este reportaje suspiraron en el silencio recién conquistado.

«En casa hemos vivido momentos de ‘‘snuff movie’’, de terror B», explica Roberto mientras pinta un paisaje de alimentos esparcidos y restregados, tierra de macetas, aparatos electrónicos, y todo tipo de residuos del capitalismo moderno hallados donde no debían. Como inspectores del Cluedo, los padres han perseguido a los hijos del exorcista, los suyos propios, a veces antes, a veces después, y en otras ocasiones justo en el momento de las ocurrencias. Cuarenta días de vigilancia en arresto domiciliario dan para muchos intentos de fuga. Por eso, a las 12 del mediodía llega la hora de la verdad. Salimos «para gastar energía» (celebra el padre), «porque lo dice Pedro Sánchez» (según María, lista como el hambre), «para comprar el pan y el periódico» (apunta el pequeño). La mayor de los niños no piensa llevar mascarilla porque le consta que «es solo para no contagiar a otros y yo no tengo el Coronavirus», así que enfilamos la calle con dos patinetes y una orden grabada en los tímpanos: no tocar nada, que, de tan repetida, genera cierta ansiedad en los pequeños.

El distanciamiento social, por el que hay que guardar un mínimo de metro y medio entre personas no fue tenido en cuenta por algunas familias
El distanciamiento social, por el que hay que guardar un mínimo de metro y medio entre personas no fue tenido en cuenta por algunas familiasConnie G. SantosLa Razón

Libres y sin frenos

Como los parques del barrio están todos cerrados, llegamos a la Plaza de Toros de las Ventas y es como descorchar un champán. En la esplanada de acceso, dos centenares de niños se mueven en un enjambre de bicicletas, patines y pelotas. La distancia social la marca el caos, es decir, que no existe. Los padres sí la respetan y con el resto de protocolos sanitarios sucede lo mismo: los profilácticos están de adorno para un crío de 7 años. Botan balones con sus guantes y ni se acuerdan de dónde perdieron la mascarilla. Sus caras lo dicen todo, son libres y carecen de frenos. Las redes ardieron ayer con miles de mensajes de reproche ante los supuestos excesos cometidos por hijos, pero sobre todo por los padres. Y los hubo, pero una mayoría cumplió las normas. El Gobierno advirtió ayer que «ajustará los criterios» de los paseos de los niños si se incumplen las recomendaciones.

Mientras, vamos caminando. Roberto explica que sus hijos no han tenido problemas graves, pero conoce unos cuantos casos: «Algunos niños han tenido una especie de regresión. De repente, empiezan a actuar como bebés. Otro niño ha vuelto a experimentar terrores nocturnos que había superado. Necesita que le lean un cuento antes de dormir y ya tiene 8 años. De tanto estar encima de ellos, los hay que se han vuelto muy dependientes y exigen constantemente ayuda para hacer los deberes. Y eran niños muy autónomos antes», relata.

Rubén tiene 8 años y algún día será un gran jugador de baloncesto. Entrena en Estudiantes, o en realidad, entrenaba. Cuando empezó el confinamiento, su excedente de energía le impulsaba a jugar como un maníaco en la minicanasta de su habitación. «Quiero agradecer a mis vecinos de abajo la paciencia por soportar tantas horas el bote del balón y los saltos encima de su cabeza sin protestar –dice por Whatsapp Juan, su padre–. Me imagino que, en momentos así, la gente se hace más comprensiva». Con el paso de los días, Rubén se fue aclimatando. «Hoy, que ya podía bajar a la calle, se levantó algo nervioso, aunque él ni sabía por qué. La idea era salir a la calle después de comer, pero ha sido imposible. Estaba especialmente inquieto y le hemos planteado si prefería bajar antes y ha aceptado de inmediato. Pero el problema ha sido elegir el complemento. Primero quería ir con el balón de baloncesto, pero le hemos dicho que son demasiados focos de infección. Luego quería el patinete y también la bicicleta, y por qué no el monopatín... Al final ha vencido la pelota de fútbol», explica.

Imagen de una calle del centro de Barcelona, esta mañana. (AP Photo/Emilio Morenatti)
Imagen de una calle del centro de Barcelona, esta mañana. (AP Photo/Emilio Morenatti)Emilio MorenattiAP

El inicio no ha sido muy esperanzador, como relata: «Nada más salir al portal ya ha empezado a tocar la barandilla y botones del ascensor, cosa que le habíamos advertido que no hiciera. Así que empezamos el paseo, sin salir de casa, con gel desinfectante. Ya en la calle, al cabo de 8 minutos ya estaba preguntando cuánto tiempo faltaba para que acabara la hora. Estaba intentando hacer todo lo que había pensado a toda velocidad. Ha jugado al fútbol (solo), ha echado unas carreras, y ha visitado (asomados al por el balcón) a unos amigos nuestros que son muy mayores y llevan días sin verlo. Luego ha corroborado que mañana podía volver a bajar y se ha tranquilizado». Y nueva desinfección durante 23 horas.

Cien veces «Frozen II»

Nuria me explica por teléfono que su hijo Eloy salió a aplaudir la tarde anterior. «Siempre sale y ya le conocen todos. El sábado, les dijo: ‘‘Hasta mañana vecinos, ¡mañana paseamos!’’. Hoy, nada más levantarnos, me ha preguntado: ‘‘¿Ya no está el coronavirus?’’ Como si fuera la mañana de Reyes o algo así’’. Tiene tres años pero comprende que esta situación es anormal y echa de menos a sus amigos», comenta Nuria, embarazada de siete meses. Viven en Las Tablas (Madrid) y ella habla con el grupo de madres de la clase de su hijo para no salir a la vez. «Evitamos cruzarnos, porque no entenderían no saludarse. He salido con Eloy en bici y tenía miedo de que se me descontrole», cuenta. En casa, a ratos. «Está en la fase ‘‘espiderman’’. Le pones los dibujos y se queda tranquilo, pero un minuto después está escalando la estantería. La energía que no puede sacar fuera...». Unos amigos han alquilado tantas veces «Frozen II» que van a aparecer en los créditos de la tercera parte «como productores». Lara tiene dos pequeñas, de uno y dos años, adictas a la cinta de Pixar. Ellos tienen jardín y eso alivia mucho a las niñas, pero la situación de encierro potencia las obsesiones en mentes ya de por sí insistentes, como las de los niños de su vecino: «En mi salón se han escuchado dos flautas dulces, dos, tocando simultáneamente melodías diferentes. Hay que comprender la situación», añade. Es casi la una y veinte y el paseo ha tenido un efecto balsámico. María y Álvaro empujan el patinete sin ganas. Uno ha roto los guantes y la otra no los aguantaba más. Roberto celebra los beneficios en el corto plazo (la siesta) y en el medio (recuperar libertad) y, con un poco de suerte, mañana sus hijos pasean a su madre.