Opinión
El último pollito
«Un médico me entregó sus zuecos y me ordenó que se los limpiara. Me negué»
Cuando me contrataron en la Maternidad pública de Madrid, era casi casi una niña que trabajaba de ocho de la mañana a tres de la tarde como auxiliar de clínica, y que de seis a diez de la noche estudiaba Sociología en la Universidad Complutense. Trabajaba por necesidad familiar, y mi sobre ocre con doce mil pesetas mensuales, iba íntegro a manos de mi madre que me devolvía cuatro mil para mis gastos. Así eran las cosas. ¡Y cuánto aprendí! Por ejemplo, me asombraba que en el hospital todo quisqui me diera órdenes. Yo preguntaba que quiénes eran mis jefes y nadie me daba razón. Así que no sabía a quienes, de tantos médicos, enfermeras, administrativos…, tenía que obedecer. Muchos aparecían por mi consulta con alguna demanda. Paloma, colócame a esta señora en la camilla, o búscame esta historia, o acompáñame al paritorio, o escríbeme este informe…
Una mañana, un médico residente insípido me entregó sus zuecos y me ordenó que se los limpiara. ¡No, por ahí no iba a pasar! Así que me negué. Él, enfadado, me amenazó con informarlo en una sesión clínica. Yo, ofreciéndole mi «Kanfort», le contesté: «Si quieres te lo presto». «No me llames de tú», gritó. «Voy a hacer que te despidan», añadió.
Me di la vuelta y le dejé con sus sucios zuecos en la mano. Así trabajaba todos los días, sufriendo la falta de sensibilidad con la que bastantes sanitarios trataban a las pacientes; soportando el escarnio de ser el último pollito del gallinero al que picoteaban sin parar; viendo que solo alguno comprendía mi rebeldía ante tanta inmoralidad. Aprendí que tendría que esforzarme al máximo en estudiar para salir de allí lo antes posible. También que luchar por la justicia social era el camino, ya veríamos cómo.
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