Sociedad

Tiempo de ciencia, tiempo de política

La pausa de Oxford ha enfriado las expectativas de los gobernantes: los científicos piden cautela en la carrera por la vacuna

El presidente de Estados Unidos, Donald Trump (d), y el presidente de Rusia, Vladimir Putin (i)
El presidente de Estados Unidos, Donald Trump (d), y el presidente de Rusia, Vladimir Putin (i)LUKAS COCHEFE

Enfrentado a uno de los peores momentos demoscópicos de su carrera por la reelección, Donald Trump puso hace unos días todas sus esperanzas en la vacuna contra la Covid-19. Tanto en comparecencias públicas como también en reuniones sectoriales, el presidente de EE UU ha presionado para lograr que alguna de las vacunas que están en fase de ensayo más avanzada sea autorizada antes de las elecciones de noviembre. El empeño es harto difícil, pero mientras tanto, según informaba la semana pasada la CNN, Trump ha dado instrucciones de convertir incluso los más pequeños avances en el tratamiento de la enfermedad en un gran logro a ojos de los americanos.

Más cerca de casa, en mitad de los peores datos de contagio de Europa, el presidente Sánchez sugería que tendríamos vacuna en España en diciembre, el Gobierno anunciaba la compra de tres millones de dosis de la terapia de Oxford (a todas luces insuficientes para lograr una mínima inmunidad) y el ministro Illa trataba de vender como un gran logro de la ciencia española el hecho casi cotidiano de que una compañía extranjera eligiera unos centenares de pacientes patrios para iniciar un ensayo.

Más lejos, la presión de gobernantes como Putin sobre los estamentos científicos para ganar la supuesta carrera por la primera vacuna contra el virus no necesita comentarios.

Que Oxford anunciara ayer una pausa en su fase III de ensayo clínico con su vacuna es tan mala noticia como descubrir la identidad del Ratoncito Pérez. Duele, pero es necesario. Demuestra que el sistema de seguridad funciona y que ni siquiera a pesar de las presiones políticas la ciencia está dispuesta a saltarse algunos protocolos.

Aunque la urgencia de la crisis a la que nos enfrentamos no deja lugar a la relajación. Es cierto que, ante un caso adverso grave como una posible mielitis trasversa en un paciente, las luces rojas siguen encendiéndose. Pero también lo es que, hasta llegar a este estado de las cosas, la ciencia ha corrido muy por encima del límite de velocidad establecido. Nunca antes en menos de un año se había aislado un virus, secuenciado su genoma, detectado su mecanismo proteínico de actuación, simulado en laboratorio su punto débil, fabricado un compuesto capaz de generar anticuerpos y llegado con él a la fase III de ensayo clínico con varias estrategias diferentes. Este proceso no dura menos de dos años en condiciones normales. El adelantamiento generalizado de todos los tiempos de investigación ha puesto al sistema en un serio problema de estrés.

La carrera por lograr una vacuna ha alertado a los científicos que desde hace unas semanas llevan pidiendo cautela. La OMS tuvo que enfriar las expectativas y asegurar que no «esperaba una vacuna efectiva» hasta mediados de 2021. Y nueve de las compañías más implicadas en la tarea han firmado un acuerdo para primar la seguridad sobre la velocidad en sus trabajos. Pero no olvidemos que hace solo unas semanas esas mismas compañías veían subir el precio de sus acciones tras anunciar (en ocasiones sin seguir los protocolos oficiales de comunicación científica) avances en sus ensayos. Entramos en la curva final con el freno de mano echado de repente pero aún a toda velocidad. Ojalá no nos salgamos de la pista.