Opinión
Anna y Olivia
Desde el pasado 27 de abril, día en el que desaparecieron Anna y Olivia, las dos preciosas hijas de Beatriz Zimmerman se convirtieron en parte de nuestras vidas. Contemplábamos los vídeos que enviaba la madre de las pequeñas y nos negábamos a aceptar que su padre, Tomás Gimeno, que parecía un hombre normal, de carácter fuerte y con marcas de una separación nunca aceptada, pero normal, pudiera ser ese monstruo que se oculta en el interior de tantos seres humanos, aparentemente «normales». Mientras la Guardia Civil, acostumbrada a la desgracia cotidiana, trabajaba desde el inicio con las peores perspectivas, mi mente de novelista noir, pero también de madre, pergeñaba toda suerte de argumentos donde Anna y Olivia aún pudieran estar vivas. «¿Y si los recogió un velero y los llevó a cualquier destino incierto donde les esperara una mujer cómplice dispuesta a hacerse cargo de las pequeñas?». El hombre disfrutaría con satisfacción del dolor que la ausencia de sus hijas provocaba en su ex esposa, mientras gozaba de la compañía de esas niñas a las que también él quería, pese al odio que albergaba en su corazón. Olvidé que yo también soy madre y que mis ganas de «salvar» a las criaturas se estrellaban contra la hipótesis de los investigadores: el padre había matado a sus hijas y se había suicidado. Solo hacía falta encontrar las pruebas que certificaran los crímenes, con las que la madre debería aceptar lo irreversible, no para alcanzar el consuelo, imposible, pero sí, al menos, para que su alma descansara tras llorar a las pequeñas. Llegaron ayer en esa bolsa hallada en el fondo del mar, con los restos de Oliva. El país entero llora. Descansen en paz ellas. Y se pudra él en el infierno.
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