Lucha contra la sequía

Desalinizadoras ahogadas en polémica

La apuesta del Gobierno por aumentar las plantas de potabilización de agua del mar no está exenta de riesgos. El recurso es caro y su impacto ambiental, incierto

Trabajadores realizan labores de captación de agua en Orense
Trabajadores realizan labores de captación de agua en OrenseBrais LorenzoAgencia EFE

Para acabar con la sequía, el Gobierno se ha decidido a mirar al mar. Con las grandes infraestructuras de transferencia de agua entre regiones paralizadas en el limbo de un Plan Hidrológico Nacional siempre pospuesto y las reticencias a construir nuevos embalses y pantanos, la alternativa contra la escasez de recursos hídricos parece ser, ahora, plantar más desalinizadoras. El Ejecutivo central ha anunciado su intención de invertir cerca de 127 millones de euros en la ampliación de la capacidad de desalinización del sudeste de la península en los próximos años. Además, otras administraciones, como la Generalitat, pretenden aumentar en 90 millones de euros su apuesta por esta tecnología. Sacar agua del mar, potabilizarla e introducirla en las redes de abastecimiento se ha convertido en la estrategia preferida para combatir las sequías futuras.

Los datos de la Asociación Española para la Desalinización y el Reciclaje (AEDyR) demuestran que España es el país de Europa líder en este sistema de extracción de agua. Contamos con una red de 765 plantas entre instalaciones de agua de mar y aguas salobres, con capacidad para generar potencialmente cinco millones de metros cúbicos de agua al día, suficientes para abastecer una población de unos 34 millones de personas. Pero la inmensa mayoría son infraestructuras pequeñas. Solo 99 son desalinizadoras de gran capacidad que pueden dotar de recursos a grandes poblaciones.

Con todo ello, apenas el 9 por 100 de la demanda de agua nacional procede de esta tecnología, que se concentra principalmente en las islas que carecen de otras alternativas hídricas factibles y en el Mediterráneo.

En la costa y las islas, el suministro de agua potable está garantizado. Pero la cobertura de las necesidades agrícolas se ha convertido en un reto más difícil de afrontar en un escenario de sequías abundantes y prolongadas. El presidente de AEDyR, Domingo Zarzo, reconoce que «sectores como la agricultura van a necesitar un incremento de la capacidad desalinizadora instalada, aunque se trate de un recurso más caro que los convencionales».

¿Son realmente las desalinizadoras la alternativa más razonable? ¿Es la forma más eficiente de combatir la sequía? ¿Qué impacto económico y ecológico tienen estas plantas?

Desalinizar consiste en eliminar la sal del agua del mar y purificarla para generar recurso de calidad para el consumo o el regadío. Como toda tecnología intensiva, requiere de una gran cantidad de energía para funcionar y no está exenta de polémicos efectos sobre el medio ambiente.

Por definición, el agua potable debe presentar un contenido de sal inferior al 0,05 por 100. Para regadío, la mayoría de los cultivos toleran concentraciones mayores, de hasta el 0,2 por 100. Solo el 2,5 por 100 de todo el agua que existe en el planeta se encuentra dentro de esos márgenes y la mayoría está en los polos. Es decir, el acceso a agua potable o de riego natural es realmente escaso. Según datos de Naciones Unidas, el 40 por 100 de la población mundial sufre escasez de agua.

Como es obvio, cuanto más salada es una fuente de agua más difícil es convertirla en potable, más energía requiere el tránsito y más contaminante es su producción.

La desalinización puede consistir en el tratamiento de agua del mar o en la purificación de aguas salobres en interior. En ambos casos se trata de un proceso costoso. Su principal coste es la gran cantidad de energía requerida para llevarlo a cabo, un tema especialmente sensible en los tiempos de encarecimiento que corren.

Existen principalmente dos tipos de tecnología para desalinizar agua: la desalinización térmica y la ósmosis inversa. La primera funciona evaporando agua y recogiendo los depósitos de sal para después volver a condensar el vapor generado en líquido apto. Es un proceso muy costoso en recursos de energía, generalmente residual de una planta eléctrica, y que está en desuso salvo en países endémicamente ricos en producción energética, como los árabes.

La ósmosis inversa consiste en hacer pasar el agua a gran presión a través de una membrana semipermeable cuyos «poros» son demasiado pequeños como para que los atraviesen las moléculas del mineral salino. Esta tecnología también requiere de gran cantidad de energía eléctrica para generar las presiones necesarias de manera que su sostenibilidad depende de la fuente de la que se extraiga esa energía.

En las últimas décadas, la tecnología ha mejorado tanto que ha sido posible reducir las necesidades de energía de la ósmosis inversa de unos 20 kilovatios/hora para generar un metro cúbico de agua de hace unas décadas a los actuales 3,5 o 4,5 kilovatios/hora. Aún así, las aguas más salinas (como las del mar) requieren mayores presiones y más gasto energético. Algunas nuevas aplicaciones con filtros de grafeno sugieren la necesidad de solo 2 kilovatios/hora de electricidad por cada metro cúbico de agua. Se cree que ese podría ser el coste mínimo útil.

El otro gran problema de las desalinizadoras es el residuo de sal contaminante que generan. En el mundo estas plantas crean 160 millones de metros cúbicos de concentrado hipersalino al día. Cada litro de agua potable supone generar 1,6 litros de residuo salado (salmuera). Generalmente la salmuera se mezcla con agua de mar y se devuelve al océano. Esta operación exige de nuevo más energía (dependiendo de la distancia a la que se quiera verter el residuo) y, según muchas organizaciones ecologistas, podría poner en peligro el ecosistema marino. Sobre todo, en los mares más frágiles. La organización Greenpeace, por ejemplo, advierte que las salmueras en el Mediterráneo pueden amenazar ecosistemas como el de la posidonia oceánica. Aunque la ONG ambientalista defiende el uso «puntual» de desalinizadoras, alerta de que se trata de una tecnología de gran impacto paisajístico, muy exigente en términos de consumo y de inciertos efectos en la salud del planeta.

El departamento de Ciencias del Mar de la Universidad de Alicante lleva años realizando estudios de vigilancia de las desalinizadoras de San Pedro del Pinatar, Alicante y Jávea y no ha detectado efectos negativos de la salmuera en las praderas de posidonia. La directora del grupo ambientalista Ocean Care, sin embargo, acaba de declarar que «desalinizar agua es una amenaza contra los ecosistemas más débiles, es un peligro para cierta fauna y contribuye al cambio climático».

Se refiere, en concreto, a la necesidad de nutrir a las plantas con energía procedente de recursos que generen efecto invernadero. En este sentido, la clave reside en la correcta integración de fuentes de energía renovable en el plan de desalación. El Gobierno, por ejemplo, acaba de licitar un magno proyecto de planta solar para abaratar la producción de agua desalinizada en la planta de Torrevieja. El complejo se construirá en dos años y costará casi un millón de euros para colocar células fotovoltaicas en un terreno de 120 hectáreas.