Opinión
El zapato en la vía
Alrededor de 150 personas al año se tiran al tren para morir.
Me impacta la foto que ilustra una crónica de Macarena Gutiérrez sobre los conductores de trenes que arrollan a suicidas. Me impacta aún más lo que nos cuenta. No podía imaginar que los maquinistas de tren se enfrentan en su vida laboral a más de un suicida en su camino. A un hombre o mujer al que arrollan inevitablemente.
En la foto vemos un zapato de varón tirado al borde de una vía. Es elegante y coqueto. Esta casi nuevo, aunque dentro se adivina el rastro de un pie. Los cordones están atados, fue el golpe el que descalzó a su dueño. Un golpe buscado para decir adiós a la vida.
Por fin se habla del suicidio, se reconoce, se estudia, se intenta evitar, aunque como bien sabemos, el que lo tiene claro lo consuma. Ahí, en las vías, buscan ese lugar anterior a una curva, o ese otro con poca visibilidad. Saben donde situarse para que no haya fallos y su acto se ejecute.
Alrededor de ciento cincuenta personas al año se tiran al tren para morir. Lo piensan, lo preparan; cuentan que, incluso, se pueden informar en internet de los lugares precisos: mejor en cercanías o media distancia. Mejor a tal hora. Mejor para morir. ¿Y los que se arrepienten cuántos son? ¿Cuántos cuando oyen el tren dan un paso atrás?
¿Hay tiempo? Creo que sí. Creo que ante la muerte inminente uno puede tener una revelación. Un darse cuenta de que quiere seguir usando sus zapatos y que caminará de nuevo hacia el otro lado. Ya de otra forma, ya con una transformación.
La cercanía de la muerte nos libra de muchas neurosis. Otros, a los que respeto de la misma manera, se lanzan cerrando los ojos. Y otros, nos cuentan, miran a los ojos de los maquinistas hasta el final. Esos que, pobrecitos, no tienen tiempo de frenar al verlos. Y que tendrán que vivir un duelo heroico e inmerecido.
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