Muere Benedicto XVI

Juego de tronos en el pontificado: caso «Vatileaks»

Un libro publicado en 2012 hablaba de corrupción en El Vaticano y fue detenido un ayudante de cámara. En su casa, entre otros «tesoros», tenía un cheque de 100.000 euros

Reunión de cardenales
Reunión de cardenalesAndrew MedichiniAgencia EFE

Benedicto XVI pasará a la historia, sin duda, no solo por a ver sido después de san León Magno, el Papa teológicamente mejor preparado, sino por el hecho inesperado y revolucionario de su dimisión, la primera que se producía en la época moderna siete siglos después de la de Celestino V (Pietro da Morrone) en 1294.

A las once de la mañana del 11 de febrero de 2013, Joseph Ratzinger presidía un Consistorio Cardenalicio para proclamar unas canonizaciones. Finalizado el acto, ante el estupor de setenta purpurados que quedaron petrificados al escuchar sus palabras en latín, anunció que renunciaba «al Ministerio de Obispo de Roma, sucesor de San Pedro, que me fue confiado por medio de los cardenales el 16 de abril de 2006».

El Santo Padre declaró que había llegado a la certeza de que «por la edad avanzada ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el Ministerio Petrino». «Para gobernar la barca de San Pedro y anunciar el Evangelio es necesario el vigor tanto del cuerpo como del espíritu, vigor que en los últimos meses ha disminuido en mí de tal forma que he de reconocer mi incapacidad para ejercer bien el Ministerio que me ha sido encomendado», añadió a continuación.

En su inédita alocución, Ratzinger subrayó que tomaba la decisión «muy consciente de la seriedad de este acto, con plena libertad».

Estas palabras dieron en pocos segundos la vuelta al mundo y, a pesar de su contundente claridad, fueron interpretadas torcidamente en muchos ambientes, incluso eclesiásticos. De modo increíble, dieron paso a una de las más insidiosas «fake news» que aún sigue vigente: el Papa había dimitido como consecuencia de los grandes graves hechos sucedidos meses antes en el Vaticano y que el portavoz Federico Lombardi fue el primero en definir como caso «Vatileaks».

Para aportar claridad al lector, hay que remontarse a algunos meses atrás, exactamente a principios de 2012, cuando comenzaron a aparecer en diversos medios de información italianos una serie de documentos confidenciales que culminaron con la publicación de un libro titulado en español «Las cartas secretas de Benedicto XVI».

En sus páginas, el periodista Gianluigi Nuzzi reproducía veinticinco escritos de muy diverso tipo. Entre ellos destaca uno firmado por el que había sido el secretario del «Governatorato» vaticano, el arzobispo Carlo María Viganó, que había denunciado la corrupción reinante en las finanzas del Estado de la Ciudad del Vaticano y que pedía al Papa que no le trasladara a la Nunciatura Apostólica en Washington.

La extraordinaria difusión del libro en sus diversas ediciones provocó la escandalera que puede suponerse y obligó a abrir una investigación interna confiada a la Gendarmería y a la justicia vaticana.

El secretario personal de Benedicto XVI, el arzobispo Georg Ganswein, concluyó que la fuga solo podía provenir del círculo más cercano al pontífice, compuesto entonces por él mismo, el mayordomo Paolo Gabriele, la hermana Ingrid Stampa, que transcribía los documentos del Santo Padre, y las cuatro mujeres consagradas que aseguraban el funcionamiento doméstico del apartamento pontificio.

Las sospechas recayeron enseguida sobre el joven laico que ayuda que actuaba como ayuda de cámara de Su Santidad. Éste lo negó rotundamente. El 24 de mayo, sin embargo, los gendarmes que registraron su casa se encontraron con un auténtico tesoro de cartas, papeles fotocopiados y documentación proveniente del Palacio Apostólico, además de una pepita de oro regalada al papá por unos fieles peruanos, un cheque de 100.000 euros extendido por la Universidad Católica de Murcia y una edición de «La Eneida» de Virgilio, datada en el año 1581.

También se encontraron diversos «pendrive», discos duros y otro material electrónico. En total salieron del apartamento de «Paolino», como muchos le llamaban en el Vaticano, hasta 82 cajas de no pequeño volumen.

El «mayordomo infiel» fue detenido y al día siguiente comenzó a ser interrogado por el fiscal del Tribunal del Estado de la Ciudad del Vaticano para intentar averiguar si había actuado por cuenta propia o si lo había hecho alentado por otras personas interesadas en desacreditar a un anciano Papa, incapaz de controlar el funcionamiento de su entorno más cercano, y defenestrar al paso a su secretario Ganswein.

También se pretendía averiguar cuándo y cómo había entrado en relación con el periodista Nuzzi y qué documentos le había filtrado.

Desde el banquillo de los acusados, Gabriele llegó dar algunas respuestas delirantes, declarando que había actuado como un «agente del Espíritu Santo» y que su objetivo era ayudar a Benedicto XVI en su lucha para contrarrestar la corrupción y otros males del mundillo clerical romano guiado por un concepto muy personal de la justicia.

El proceso comenzó el 29 de septiembre en la minúscula y anticuada aula del Tribunal de Justicia Vaticano, lo presidió el magistrado Giuseppe de la Torre. Gabriele acudió vestido con una impecable camisa blanca y un traje de un anodino color gris. En las audiencias fue admitido un grupito de ocho periodistas del mundo civil, más dos colegas de la Radio Vaticana.

Respondiendo a las preguntas de sus jueces, el mayordomo admitió su culpabilidad, pero con tal vez fingida ingenuidad, declaró: «No me siento culpable de un robo, pero me siento culpable de haber abusado de la confianza que el Santo Padre había depositado en mí».

El 6 de octubre, después de cuatro sesiones, concluyó el proceso, y Paolo Gabriele fue condenado a un año y medio de prisión por delito de robo. Nunca se habló de alta traición. Dos meses después, Benedicto XVI le visitó en la cárcel.

En realidad, era una habitación del cuartel de la Gendarmería vaticana, muy cercana a la que era su casa, donde seguían viviendo su mujer y sus hijos. Ese mismo día, el 22 de diciembre, poco antes de la Navidad, fue puesto en libertad. Además, hasta su fallecimiento se le procuró un trabajo en el hospital Bambino Gesú, propiedad de la Santa Sede.

Según confesó Benedicto XVI tiempo después al periodista alemán Peter Seewald, (autor de varios libros-entrevista con Ratzinger y de su monumental biografía «Benedicto XVI, una vida» (Mensajero), estos sucesos no le «afectaron demasiado».

«Al menos no hasta el punto de caer en una suerte de desesperación o melancolía, pues algo así siempre puede pasar, ¿no?», compartía Joseph Ratzinger con su confidente, al que añadía una reflexión clave: «Uno no debe huir mientras la tormenta azota. Es entonces cuando hay que mantener el tipo. En un organismo tan grande como El Vaticano, es imposible que todo el mundo sea bueno. ¡Así es el mundo! Ya nos lo advirtió el señor, los peces malos también están en la red».

De esta manera, podemos afirmar que el caso «Vatileaks 1» (luego se destaparían otros escándalos financieros a modo de serial en la era Francisco), no fue la causa de su dimisión ratzingeriana, aunque no puede excluirse del todo que añadiera algún elemento psicológico a la trascendental decisión de renunciar.

Cuando con 78 años fue elegido Papa, Joseph Ratzinger era consciente de que el suyo «no sería un pontificado largo, que no podría realizar proyectos a largo plazo ni acometer grandes reformas organizativas». Su prioridad era «tratar de restablecer la centralidad de la fe en Dios, alentar a las personas a creer y vivir la fe en este mundo».

No obstante, el fragor de los sucesivos escándalos que se habían sucedido en la gestión de las finanzas vaticanas y los problemas del Instituto para las Obras de Religión (IOR) le obligaron a intervenir y a intentar subsanar un campo en el que Juan Pablo II no había querido meter mano. El 30 de diciembre de 2010, Benedicto XVI, a través de un «motu proprio», creó la Autoridad de Información Financiera del Vaticano. El objetivo era «la prevención y el contraste de las actividades ilegales en el campo financiero y monetario en el estado de la Ciudad del Vaticano».

En términos más claros, lo que se pretendía era acabar con los dineros provenientes de actividades criminales y la financiación del terrorismo para cumplir con los criterios internacionales sobre el sistema bancario.

Benedicto XVI, siguiendo esta premisa, puso la presidencia del IOR en manos de Ettore Gotti Tedeschi, un banquero italiano que había trabajado entre otros con el Banco Santander y conocido por sus sanos criterios éticos y su devoción al Romano Pontífice. Apenas nombrado, se puso inmediatamente a trabajar en la ardua tarea encomendada por el Papa.

Pero su gestión encontró enseguida serias resistencias por parte de la dirección del Instituto y, sobre todo, cayó en desgracia del secretario de Estado, cardenal Tarcisio Bertone, que logró su cese siendo sustituido por Ernst von Freyberg. Este episodio nunca ha sido definitivamente aclarado, pero consta que Ratzinger nunca le retiró la confianza al banquero de defenestrado.

Poco después de su elección, Francisco declaró que, contra sus primeras previsiones, no tuvo más remedio que ocuparse a fondo de las finanzas de la Santa Sede en su laberíntica complejidad. Pero siempre ha tenido la honestidad de reconocer que las primeras medidas para blanquearlas y sanearlas las tomó su predecesor Benedicto XVI.