Educación

Suben los impuestos, pero la Sanidad va a peor

Sanidad y la Educación públicas languidecen víctimas de una gestión obsoleta y de una asfixia financiera galopante

Uno de los mantras más cacareados por la izquierda desde tiempos inmemoriales es el de que toda subida de impuestos es poca para apuntalar dos de los principales pilares del estado del bienestar: la sanidad y la educación públicas. Vayas donde vayas y hables con quien hables no encontrarás militante, adepto o simple simpatizante de esa ideología que rechace tal tesis y no la defienda ufano, a capa y espada, y contra viento y marea. Aunque gane mil euros al mes y el alza del IRPF, las tasas verdes y otro sinfín de gravámenes le obliguen a malvivir sin calefacción o a oscuras por no poder pagar la luz. El fundamento de tal línea de pensamiento es que el esfuerzo conjunto redundará en beneficio de todos y evitará que la iniciativa privada, siempre usurera y vil, se apropie de la teta del Estado, esa que tanto nos costó a todos conquistar. Una argumentación en teoría tan razonable y bienintencionada topa sin embargo de bruces con la realidad.

En España, los impuestos se han multiplicado con todos los Gobiernos –también con el de Mariano Rajoy– y, como no podía ser menos, también lo han hecho con éste. El lema propagandístico de «unidos podemos» que aireaban durante la pandemia Pedro Sánchez y sus ministros ya fue premonitorio de lo que le esperaba al bolsillo del españolito de a pie en los años venideros, como así ha ocurrido. Con todo y con eso, lejos de reforzarse, la Sanidad y la Educación públicas languidecen víctimas de una gestión obsoleta y de una asfixia financiera galopante, que les están llevando a atravesar su peor etapa histórica.

En la Sanidad pública, por ejemplo, el número de pacientes en lista de espera para someterse a una intervención quirúrgica alcanza niveles récord. En junio de 2022 –última fecha de la que hay datos disponibles– 742.518 enfermos aguardaban una media de 113 días –casi 3,8 meses– para pasar por el quirófano en el conjunto del país y de especialidades médicas. Nunca antes el número fue mayor que ahora, ni siquiera en el primer año pandémico, cuando los hospitales se vieron obligados a suspender operaciones programadas no urgentes por culpa de la explosión de la covid. No es este, sin embargo, el único dato a tener en cuenta. Como el cómputo empieza a sumar a partir del día en el que el especialista prescribe la intervención, hay que añadirle el que arroja el tiempo de espera de realización y obtención de pruebas –no hay estadísticas al respecto–, el de acceso a consultas externas, que se sitúa en 79 días de media, y el de la consulta en atención primaria. En algunas autonomías supera ya el plazo de una semana. La suma resultante nos indica que todo el proceso puede extenderse muy por encima de los 200 días.

¿A dónde van pues a parar nuestros impuestos, si la Sanidad pública llega a tardar de media casi siete meses en intervenir a un paciente desde que le sobreviene la dolencia? Con la aprobación de fármacos ocurre otro tanto. Resulta que algunas de las novedades más importantes contra el cáncer empiezan a administrarse en España 500 días después de que las avale la Agencia Europea del Medicamento, mientras que los países de nuestro entorno las financian mucho antes. ¿No sería mejor gestionar bien los impuestos que ya pagamos en vez de castigarnos con constantes subidas tributarias?