Opinión
Un acto de oración
Como atea que soy –para mi desgracia– volví a admirar el enorme amor que iluminaba la fe sencilla y sincera de aquellos dos muchachos, que aceptaban con resignación no haberse podido casar por la Iglesia
El sábado pasado acudí a una bellísima celebración. Mi queridísimo sobrino Diego había contraído matrimonio civil con su ya marido Álvaro y ambos querían compartir su amor con nuestra extensa familia y su aún más extenso grupo de amigos. Organizaron una fiesta espectacular, repleta de detalles exquisitos en una finca privada y decidieron que, puesto que la Iglesia no les permitía contraer matrimonio eclesiástico, al menos harían un acto de oración en el propio jardín de la finca. Como la mañana se levantó fría y ventosa y comenzó a granizar, ese acto de oración, dirigido por dos de sus mejores amigas, en el que participaron varios de los asistentes, entre los que se encontraba un sacerdote sin alzacuellos, porque no ejercía como tal, se trasladó a la ermita desacralizada de la finca, donde, por puro respeto, se tapó el altar con plantas y se colocó una mesa con velas a modo de decoración. En ningún momento hubo nada que tuviera que ver con un matrimonio religioso que ellos, como creyentes, sabían que no les estaba permitido celebrar. Yo, como atea que soy –para mi desgracia– volví a admirar el enorme amor que iluminaba la fe sencilla y sincera de aquellos dos muchachos, ejemplares en estudios, carrera profesional y vida personal, que aceptaban con resignación no haberse podido casar por la Iglesia, como hubiera sido su deseo, dando las gracias a Jesús por estar en sus vidas. Y, como persona, me asqueé con las palabras de ese cura mediático, que conminó en sus redes a los cristianos a no ser «cómplices de un pecado mortal en un acto de exaltación sodomítica», utilizando de manera ilegal la imagen de los enamorados. Cierre al salir, @patergongora. El Dios de estos chicos es amor. El suyo no lo parece…
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