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La opinión de Marina Castaño

Adiós Mario, adiós

En casa de Carmen Balcells comenzó a entonar “volver, volver, volver”, en una noche que no se acabó nunca, porque nunca dejó de estar en nuestro recuerdo

Marina Castaño

La mejor anécdota con Mario se producía una noche cenando opíparamente en casa de Carmen Balcells, madre de todos los escritores que se ponían en sus manos para dejarla gestionar sus derechos de autor, cosa que hacía como nadie en todo el mundo. Su casa era el referente hacia donde los autores más renombrados se dirigían para pedir consejo, llevar sus manuscritos, hacer consultas incluso íntimas y pedir permiso hasta para comprar un bolso o asesorarse en la adquisición de un inmueble. Carmen era la Gran Madre y así era conocida y reconocida por todos los que en ella confiaban.

Conseguidora hasta de las cosas más insospechadas, su opinión era imprescindible para seguir avanzando en el tiempo de cada uno. Mario le llevó a la Preysler a su casa de Diagonal 580 de Barcelona para que diera su anuencia y consintiera la relación. Pero volvamos a la cena en que los participantes éramos Patricia y Mario, Camilo José y yo, Imelda Navajo, directora de la Esfera de los Libros, Luis Palomares -marido de la Balcells, hombre elegante y atractivo que gustaba de tener siempre en la mano un dry martini con su correspondiente cebollita encurtida-, y, por supuesto, la máxima anfitriona, Carmen Balcells Segalá, que aquella noche nos tapizó de caviar y blinis, impecablemente servidos por Semon, buen vodka, buen champán, y multitud de fruslerías que acompañaban aquel picoteo de lujo.

Como la euforia iba in crescendo e Imelda y yo empezábamos a entonar a capela viejas canciones románticas, reclamamos a nuestra protectora una guitarra, por si, casualmente, hubiera alguna algún rincón de la casa o en la oficina que se hallaba dos pisos más arriba. Inmediatamente la maquinaria ejecutiva de Carmen comenzó a moverse y a la una de la noche su chófer Mosteirín apareció en la casa con un instrumento al que faltaba una cuerda, pero con las cinco restantes nos arreglamos divinamente. Así, Mario, que se acaba de ir al Olimpo de los escritores inolvidables, comenzó a entonar “volver, volver, volver”, en una noche que no se acabó nunca, porque nunca dejó de estar en nuestro recuerdo. Hubo muchas otras pero ninguna como la que el punto anecdótico lo puso aquella guitarra de cinco cuerdas.