Ciencias humanas
Polvo eres... pero polvo contaminante
Un estudio asegura que los cadáveres enterrados en cementerios modifican el equilibrio mineral de la tierra.
Un estudio asegura que los cadáveres enterrados en cementerios modifican el equilibrio mineral de la tierra.
Hay más esqueletos humanos pudriéndose bajo tierra que cuerpos vivos vagando sobre ella. No es el arranque de una novela de terror, no. Es una constatación científica, la respuesta a una pregunta que puede que todos nos hallamos hecho alguna vez. ¿Si sumamos toda la gente que ha muerto en la historia de la humanidad, son más que los vivos que ahora habitamos este mundo?
La pregunta ha vuelto a ser pertinente tras la curiosa investigación de la que acabamos de tener noticia esta semana. Un equipo de científicos de la Universidad de Praga asegura que la acumulación de cadáveres enterrados o de restos incinerados depositados bajo el suelo está modificando, quizás peligrosamente, la composición química del planeta. Es decir, la impronta ambiental de nuestra especie no sólo se produce en vida: después de muertos también contaminamos la Tierra al entregar nuestros huesos, cargados de minerales, al trabajo de la descomposición.
Da igual que procedamos a enterrar o a cremar a nuestros muertos. En cualquier caso, la carne y el hueso finados son ricas fuentes de hierro, zinc, azufre, calcio y fósforo y esos minerales entran a formar parte de la composición del humus para bien o para mal, pero seguro que para siempre.
En condiciones normales, dicen los investigadores checos, estos minerales son nutrientes esenciales para el desarrollo de la flora y la fauna ulteriores. Pero nuestras prácticas funerarias provocan que estos elementos se concentren en exceso sólo en puntos muy definidos del suelo (las cercanías de los cementerios) en lugar de dispersarse por el mundo de manera espontánea, como ocurre con los cadáveres de los animales salvajes. Esto significa que en algunos lugares existe una sobreconcentración de minerales, lo que impide su absorción por las plantas, mientras que en otras zonas existe una evidente carencia de ellos.
Además, los cuerpos humanos añadimos al cóctel algunos minerales más perjudiciales, como el mercurio de los empastes dentales, que no hacen ningún bien al medioambiente.
El efecto es acumulativo y, si bien ahora no parece preocupante, los autores de la investigación afirman que en el fututo, con el aumento de la población, la presión ambiental de nuestros muertos puede empezar a convertirse en un problema. Pero, ¿realmente la carga de la mortandad es tan elevada?
Cuando en 2012 la población del planeta superó los 7.000 millones de ciudadanos, algunos medios advirtieron que por primera vez había más gente viva en un momento que toda la que había nacido en la historia. El dato, que sirvió para alertar sobre la superpoblación rampante, era rotundamente falso. El problema es que no es fácil determinar cuánta gente ha vivido y por lo tanto muerto desde los albores de la humanidad y, menos aún, decidir desde cuándo empezamos a contar. ¿Qué consideramos «los albores de la humanidad»?
Un grupo llamado Population Reference Bureau de Washington ha hecho los cálculos. Y ha decidido comenzar el censo desde que Homo sapiens se convirtió en la única especie de homínido existente en el cosmos, tras la extinción de los neandertales: hace unos 50.000 años. El problema es que, para espanto de demógrafos, sobre el 99% del tiempo transcurrido desde entonces no hay datos registrados. Nuestros antepasados no usaban DNI ni pagaban el IBI. Así que la ciencia tiene que hacer estimaciones indirectas. El índice de natalidad global hoy en día ronda los 23 nacimientos por cada 1.000 habitantes. En el siglo XX nacían el doble de niños y niñas que hoy. Pero hace 10.000 años la humanidad necesitaba al menos un índice de 80 nacimientos por 1.000 habitantes para sobrevivir. La razón: eran menos longevos y necesitaban reponer más la mano de obra. De hecho la mayor parte de la población moría antes de llegar a tener hijos. Con el índice de natalidad en la mano, la ciencia puede reconstruir las tasas de población en el pasado. En el año 8.000 antes de Cristo caminaban por el mundo 5 millones de personas. En el año 1, la población de la Tierra rondaba los 300 millones.
Superamos los 1.000 millones por primera vez en 1850; los 5.000 millones, en 1995. Ahora somos casi 8.000 millones. En total desde que nos convertimos en Homo sapiens han vivido unos 107.000 millones de hermanos de especie. Si les restamos los que estamos vivos nos quedan 99.000 millones de muertos. Eso nos da una media de 12,37 esqueletos enterrados por cada hombre o mujer vivos. O, como diría Arthur C. Clarke en 2001, en «Una Odisea espacial»: «12 fantasmas nos acompañan”». Descansen en paz todos ellos aunque, haciéndolo, parece que están contribuyendo a un injusto reparto de los minerales del terreno.
Quizás, dicen los autores el controvertido y macabro estudio, sea necesario replantearse el modo en el que enterramos a nuestros seres queridos. Acumularlos en grandes cementerios, que son una poderosa fuente de minerales en descomposición, no parece que sea sostenible a largo plazo.
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