Política

Proclamación de Felipe VI

Elija a los mejores, Alteza

La Razón
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Conocí al Príncipe de Asturias en 1999, durante una recepción en el Palacio Real. Alguien debió de decirle que estaría bien que departiese con un grupo de jóvenes escritores que, dicho sea de paso, estábamos allí como pulpo en un garaje. Se acercó, cambió media docena de palabras con nosotros y se fue dejándonos la impresión de que no le interesábamos lo más mínimo. Supongo que había una disculpa para la escasa simpatía que nos demostró. En aquella época el Príncipe era un hombre a medio hacer, apremiado por la obligación de encontrar esposa y consciente de que su novia de entonces no gustaba ni a la sociedad ni a los Reyes. El Príncipe estaba enfadado, desconcertado, dolido. Las personas infelices no suelen se complacientes.

Volví a coincidir con Don Felipe en otros actos, y fui consciente de que la vida había obrado en él el efecto correcto. Le vi más relajado y más cercano. Hace unos meses tuvo un breve encuentro con media docena de novelistas. Si tiempo atrás nos decepcionó, esta vez nos sedujo. Era un hombre culto y atento, que hablaba con la misma soltura de la presa de las Tres Gargantas que de la última película de Woody Allen, que estaba leyendo un ensayo de Muñoz Molina y nos hacía preguntas sobre los problemas que el pirateo trae a la industria editorial. En aquel grupo no había monárquicos convencidos, pero todos nos fuimos a casa pensando que sería difícil encontrar mejor candidato a ocupar la Jefatura del Estado. El Príncipe antipático y displicente que conocí había dejado paso a un adulto cordial con unos inmensos deseos de hacerse querer.

No lo tiene fácil. Sus peores enemigos están dentro de ese sector de su generación que cree que la república es la solución de todos los males, y reprochan al Príncipe que no haya tenido que enfrentarse a los particulares jinetes del Apocalipsis de la gente de nuestro tiempo: el paro, la precariedad salarial, el precio de la vivienda. Don Felipe tiene que asumir que hay muchos que nunca le perdonarán que no haya tenido que hacer números para pagar la hipoteca, y sería un error que creyese que va a conquistarlos. No podrá, ni aunque se pase la vida recordando que la abundancia también tiene un precio.

Por mi parte, estoy segura de que no cambiaría mi vida por la suya, ni mi infancia por la que él tuvo, ni los años de libertad de mi juventud por todos los que él pasó con una horda de preceptores y el peso de la obligación limitando su albedrío. Ése es el peaje que ha tenido que pagar para convertirse en el rey mejor formado de Europa. Ahora tiene por delante meses difíciles en los que sería deseable que se rodease de la gente adecuada. Y no hablo de una corte, sino de un pequeño ejército de notables que le ayude en la tarea.

Este heredero tan bien instruido es parte de una de las generaciones más brillantes que ha dado España. Entre sus contemporáneos hay economistas, músicos, artistas, científicos y pensadores. Hombres y mujeres extraordinarios que crecieron en democracia y que, como don Felipe, han dedicado su vida a prepararse para ser los mejores y hallar la excelencia en sus campos de actuación. Algunos dicen que un rey no tiene amigos, pero cualquier persona necesita a alguien en quien confiar y que le aconseje. Sería inteligente que el Rey mejor formado buscase ayuda entre las élites intelectuales de su propio tiempo. Escoja a los mejores, Alteza, y escúcheles. Porque todo lo que viene ahora no puede hacerlo solo.