Inmigración
Historia del Homo migrantis
La migraciones son tan antiguas como el hombre. De hecho, son consustanciales a él, como ha demostrado la difusión de la especie por el planeta o las que acontecieron en Roma o América
La migraciones son tan antiguas como el hombre. De hecho, son consustanciales a él, como ha demostrado la difusión de la especie por el planeta o las que acontecieron en Roma o América.
Desde su origen, el ser humano ha estado en constante movimiento. Casi sin parar. Las primeras migraciones se remontan a hace 1,8 millones de años y tuvieron un protagonista destacado, el Homo erectus, que contaba ya con ciertas ventajas evolutivas con respecto a los primeros humanos: un cerebro muy grande, con un volumen de más de 800 centímetros cúbicos, y unas piernas largas y bien desarrolladas. Como vimos en nuestro último número de la revista «Arqueología e Historia», dedicado al origen de la humanidad, lo curioso del caso es que las ventajas de esta especie no fueron suficientes como para permanecer en su hábitat una vez adaptado a este. El erectus no se contentó con quedarse parado, exponiéndose a que algún cambio repentino en el clima o un inesperado giro en el nicho ecológico lo condujera a la extinción, sino que decidió usar esas largas piernas para viajar a otros lugares muy distantes. Es posible que su éxito evolutivo conllevara un crecimiento poblacional que exigiera la exploración de distintos ámbitos ecológicos pero, al margen de sus causas, en poco tiempo observamos cómo una parte de su población migró de África a Eurasia y se asentó en las regiones orientales de China e Indonesia. Con solo moverse de sitio, buscar nuevos nichos y por supuesto luchar por su supervivencia en los lugares a los que acudía, multiplicó la especie, innovó y sentó las bases para su diversificación hacia otras especies humanas.
La especie más longeva
A diferencia de otros parientes africanos anteriores y parcialmente contemporáneos a él, como Homo rudolfensis u Homo habilis, el erectus no se extinguió al poco tiempo, sino que siguió en plena forma durante más de un millón y medio de años. Es la especie humana más longeva que jamás ha poblado el planeta. A ellos debemos el dominio del fuego, la renovación de la tecnología lítica y, lo que no es menos, nuestra propia existencia...
Hoy en día estamos acostumbrados a vernos a nosotros mismos como la única especie humana que habita la tierra, pero esto no siempre fue así. De hecho, ese es un fenómeno muy reciente, que tiene tan solo cerca de 30. 000 años. Antes de ello, distintas especies humanas coexistían en los mismos escenarios o en distintas partes del mundo. El Homo sapiens, especie en la que nos contamos el que escribe estas líneas y cualquiera que pueda leerlas, es también una especie viajera. Una especie acostumbrada a migrar en busca de mejores posibilidades de supervivencia. Las migraciones forman parte de nuestro ADN. Nuestras piernas, largas y esbeltas, están pensadas para caminar grandes distancias, a diferencia de las extremidades cortas de parientes tan cercanos como los neandertales, preparadas para un movimiento de tipo más «explosivo», breve e intenso. Para hacernos una idea de ello, basta con ver las altas competiciones de atletismo de hoy en día. Fenómenos como Ussain Bolt aparte, los corredores de élite en distancias cortas son fuertes y robustos, mientras que los mejores corredores de maratones son altos y delgados, y tienen mayor resistencia en distancias largas.
La del Homo sapiens fue la segunda gran migración de la historia. Como si se tratara de una paradoja del destino, las actuales migraciones de subsaharianos hacia el continente europeo tienen su primer precedente histórico hace 70.000 años. Por entonces, cuando el humano moderno viajó desde África hasta el Próximo Oriente y de allí a Europa y Asia, su aspecto debió de ser idéntico al de muchos de estos migrantes actuales. Misma especie, mismos rasgos anatómicos, mismo color de piel, y probablemente un mismo propósito: la búsqueda de un hogar mejor; de mejores oportunidades. Con esas piernas esbeltas y con un cerebro privilegiado, capaz de manifestar una gran adaptabilidad, colonizamos el mundo. Ocupamos todo, de uno a otro rincón del planeta, incluso ambientes tan hostiles como desiertos, montañas y entornos helados. Grandes embarcaciones repletas de seres humanos han cruzado los océanos durante milenios, porque esas piernas largas y recias no nos permitían –oh, caprichos de la evolución– desplazarnos por el medio acuático. Y no solo eso: también mezclamos nuestros genes con otras especies humanas hoy extintas, como los neandertales en Europa o los denisovanos en Asia. Porque los neandertales sobreviven en nosotros.
Una casualidad
Cierto, el nacimiento de la agricultura hace tan solo 10. 000 años trajo consigo el sedentarismo de la especie y, con este, la gestación de las sociedades complejas. Pero el ser humano, fiel a su código genético, no dejó de migrar en ningún momento. Lo hizo cada vez que la necesidad apremiaba, y eso es porque la supervivencia, esa supervivencia que nos ha librado de la extinción en tantas ocasiones en el pasado y que tenemos grabada a fuego en nuestro cerebro, nos obliga a ello. No importa que hayamos sobrepoblado el planeta. Somos una casualidad entre casualidades, y no vamos a olvidamos de ello tan fácilmente solo porque hayamos tenido éxito en los últimos miles de años. Además, nuestro código genético nos empuja a salvarnos como individuos para así sobrevivir como especie.
Probablemente una de las etapas históricas que mayores movimientos migratorios ha visto dio comienzo cuando el rey Atila y sus hordas de hunos se desplazaron a Europa y provocaron a su vez el movimiento de los pueblos germánicos de la Europa oriental. Es algo así como el efecto de una bola de billar golpeando a otras. Esta etapa se conoce, no por capricho, como el «período de las invasiones», aunque en realidad los movimientos migratorios son endémicos en las sociedades germánicas, y la única diferencia es que esta vez penetraron las fronteras del Imperio romano. Durante mucho tiempo, se han avalado las hipótesis etnocentristas de que Roma entró en decadencia coincidiendo con estas migraciones, pero la lectura atenta de los acontecimientos históricos demuestra que todo esto es matizable, y que allí daría comienzo un modelo sociopolítico en el que el poder iba a ser representado por las élites de los pueblos llegados de lugares distantes. Resultó ser que los bárbaros iban a ser emperadores. De hecho, y sin ir más lejos, la supervivencia de la cultura romana, de sus leyes y buena parte de sus costumbres, se debió a los reinos bárbaros que resultaron del desmembramiento del Imperio romano de Occidente.
Mucho tiempo más tarde, a mediados del siglo XIX, los irlandeses migraron en masa a los Estados Unidos como consecuencia de una terrible crisis de subsistencia (la llamada «hambruna de la patata», puesto que buena parte de la población dependía de la cosecha de este tubérculo, que fue afectado por una plaga) que hizo estragos en la población de la isla. Miles de familias se trasladaron al otro lado del Atlántico en busca de su supervivencia, y terminaron trabajando en difíciles condiciones para el crecimiento de las pujantes ciudades norteamericanas, y vertiendo su sangre en los campos de batalla de la Guerra de Secesión.
Los ejemplos son innumerables. Algunos mucho más antiguos, como los de los celtas o los colonizadores griegos y fenicios del Mediterráneo oriental; otros, mucho más recientes. Hay casos para dar y tomar, hasta el punto de que, en todo el mundo, no existe nadie ajeno a los movimientos migratorios. Si uno no ha migrado, lo hicieron sus padres. Si no, lo hicieron sus abuelos, y si no, alguno de sus antepasados. Con la única duda razonable de los habitantes de África oriental, hogar de nuestra Eva mitocondrial, todos somos fruto de las migraciones. Y estas son tan connaturales a nosotros como el deseo de una buena acogida en nuestro destino.
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