Teología de la Historia

Una idea de España

Es necesario referirnos a nuestro pasado, a la herencia recibida de generaciones precedentes porque sin pasado, sin raíces, no hay identidad

 Foto de archivo tomada en noviembre de 1980 que muestra al Papa Juan Pablo II (i), junto al cardenal alemán Joseph Ratzinger en Munich, Alemania
Foto de archivo tomada en noviembre de 1980 que muestra al Papa Juan Pablo II (i), junto al cardenal alemán Joseph Ratzinger en Munich, AlemaniaFRANK LEONHARDTAgencia EFE

Hablar con rigor y fundamento de política y de valores en la España de hoy –que incluso quienes ostentan o han ostentado relevantes posiciones de Gobierno la consideran una nación, aunque como un concepto «discutido y discutible»− exige previamente tener una idea clara acerca de su identidad. Y para ello es necesario, a su vez, referirnos a nuestro pasado, a la herencia recibida de generaciones precedentes. Porque sin pasado, sin raíces, no hay identidad, y sin identidad hay que inventar el futuro cada día. Esa identidad está basada en realizaciones de orden natural, político, cultural, moral y espiritual que hemos ido construyendo a lo largo de la Historia. ¿Puede desaparecer la identidad que tras más de veinte siglos ha ido conformando la realidad histórica que conocemos como España? Por razones que podemos considerar muy claras, creo que planteárselo hoy no es una reflexión meramente teórica. Hace 18 años lo expuse en el solemne acto de apertura del curso académico 2006/2007 de la Universidad Católica San Antonio de Murcia (UCAM), y el tiempo transcurrido y la situación por la que atraviesa España hacen más actual y oportuno, si cabe, plantearlo de nuevo. Y esta serie sobre la Teología de la Historia es un ámbito que encaja perfectamente con dicho objetivo, en la medida en que esa identidad se fundamenta en sólidos cimientos, y no exclusivamente naturales y humanos, como vamos a tener ocasión de explicar en diversos capítulos. Es evidente que vivimos tiempos en los que se percibe una desorientación y pérdida de identidad de España y del conjunto de la Europa Occidental, hoy organizada políticamente como la UE. No deberíamos extrañarnos si recordamos el debate que se produjo con ocasión de su Tratado constitutivo al negarse a incluir las raíces cristianas en su exposición de motivos. España es Europa, forma parte del continente europeo y entró en contacto con el Cristianismo de tradición latina desde sus comienzos apostólicos. La evangelización que estaba creando Europa dio inicio a la civilización y la cultura de sus pueblos, sembrando en ellos los gérmenes que alumbraron a las naciones con culturas diferentes, pero unidas entre sí por valores compartidos y arraigados en el Evangelio. En palabras del gran teólogo de la Historia san Juan Pablo II: «Europa ha vivido la unidad de los valores que la fundaron en la pluralidad de las culturas nacionales». También Benedicto XVI, otro gran teólogo de la Historia, se refirió a ello en un célebre discurso dirigido hace años a una delegación de participantes en un congreso del Partido Popular Europeo: «La herencia cristiana de Europa ofrece las orientaciones éticas necesarias tanto para la búsqueda de un modelo social adecuado como para derrotar a la cultura laicista que pretende relegar a la esfera privada la expresión de las convicciones religiosas». Sentenciando: «No podemos olvidar que la fuerza de una democracia depende de los valores que promueve».

Estas son palabras que deberían retumbar en los oídos de los políticos y ciudadanos en general de hoy, ante una agenda política y social que tiene en el aborto, la eutanasia y la ideología de género las cuestiones centrales, que conforman la antítesis de esas raíces cristianas. Volviendo a España en especial, oímos hablar de «muchas Españas»: la constitucional, la democrática, la autonómica, ahora ya la federal y la confederal, como también la Historia habla de la España republicana, de la monárquica de los Borbones, de los Austrias, o de la visigótica. Pero el sujeto preexistente es siempre España como realidad previa a la que después calificamos. Esa realidad se ha ido construyendo a lo largo de la Historia. En sentido amplio −dice san Juan Pablo II–«todo lo creado está sometido al tiempo y tiene una historia». El hombre tiene la capacidad de reflexionar sobre los hechos ocurridos a lo largo del tiempo para explicarlos, aportar datos, relacionar las causas y analizar sus efectos, y esa es la tarea de los historiadores. Y como los hechos son tozudos, será su libertad, formación, incluso su ideología la que concretarán la Idea que defina la realidad sometida a estudio. La Historia la escriben los historiadores y las naciones, al igual que las personas tienen también «memoria histórica». Lo que no dijo el Papa, obviamente, es que esa memoria se establecería por ley según la ideología y el interés político del correspondiente legislador.

Al hilo de este argumento que dice que esa memoria no puede ir contra la corriente de las conciencias, es preciso conocer las cuatro corrientes que se considera existen a la hora de analizar la formación de nuestra conciencia nacional y atisbar nuestro futuro colectivo como pueblo y sociedad: una es la marxista, que la fundamenta en la dinámica de la lucha de clases y el progreso económico. Otra es la que surgió de la Generación del 98, organizada intelectualmente en torno a la Revista de Occidente, que vivió la melancolía con ocasión de la pérdida definitiva de la España americana y ultramarina, entendiendo que nuestra realidad era ser una pieza más de Europa olvidando su pasado. Otra sería la transmitida a través de la Institución Libre de Enseñanza, personificada en el pensamiento de Giner de los Ríos, que apuesta por una España culta, naturalista y laicista, cerrada a la trascendencia y con un claro influjo de la Revolución Francesa. Y, finalmente, la que en sentido amplio definimos como «católica», con muchos matices y variantes en su interior, pero con el común denominador de entenderla como un «proyecto histórico» animado por su identificación con el Cristianismo. Julián Marías, Menéndez Pídal, Menéndez Pelayo y Sánchez Albornoz son algunos de sus representantes más cualificados.

La corriente católica que vamos a desarrollar parte de la convicción de que ni los hombres ni las naciones somos frutos del azar, ni estamos sometidos a un destino ciego; por tanto, la España de hoy no es una consecuencia de la casualidad, y dependerá en gran medida de nosotros el que siga siendo fiel a su identidad histórica. Todo lo que es y todo lo que sucede pertenece a la historia de Dios en nosotros. No tenemos una historia propia, aunque esté hecha por nosotros, aunque sea la historia de nuestra libertad. Pero es libertad con relación al proyecto escrito en cada una de las historias personales. Como escribió Juan Pablo II en Memoria e Identidad y el Cardenal Ratzinger en su Tesis doctoral sobre la Teología de la Historia de san Buenaventura: «La historia del hombre se desarrolla en la dimensión horizontal del espacio y el tiempo. Pero, al mismo tiempo, está como traspasada por una dimensión vertical. La historia no está escrita únicamente por los hombres. Junto con ellos y respetando su libertad, la escribe también Dios».

Reflexionar sobre la identidad de España es hoy urgente y necesario. O tenemos una Idea de España, o edificaremos sobre arena. Lo grave es que las lluvias ya han llegado y hay que asegurar los cimientos de la casa. En vano hablaremos de valores éticos y morales, de unidad, de libertad, de progreso, de paz o de solidaridad si no los entendemos integrados en el patrimonio cristiano que a lo largo de los siglos ha conformado nuestra identidad nacional e histórica. Desde una visión de fe podemos descubrir el sentido profundo de la Historia, descifrar este «sentido de la historia», como hicieron san Agustin o Bossuet, o como lo hicieron desde otras perspectivas, Voltaire, Hegel, Augusto Compte o Carlos Marx. Para Hegel el sentido de la Historia se ordenaba en torno al destino de Prusia, mientras que para Marx todo giraba en torno al reino del proletariado; para Mao alrededor del hombre nuevo. Irénée Marrou en su Teología de la Historia ya nos dice que por la fe sabemos que la Historia tiene un sentido, aunque no conozcamos el sentido concreto de todos los acontecimientos que la conforman.

Son «Historia de la humanidad» y, con conciencia de ello o no, somos agentes de la voluntad del «Señor de la Historia», como así se refería a Dios el gran Juan Pablo II.

Seguiremos hablando de cómo escribe Dios la Historia humana.

Jorge Fernández Díaz. Exministro del Interior