Alimentación
Mis tres meses como vegana
Una periodista de LA RAZÓN hace la dieta de moda durante 90 días. ¿Es buena o mala?. Aunque estaba mentalizada para hacerlo un mes, el médico me dijo que tenían que ser 90 días para empezar a notar cambios. Tras una primera semana infernal, hoy me encuentro bien. Me han bajado los niveles de colesterol, he perdido 7 cm de perímetro abdominal y he aprendido recetas. Lo peor: tener que leer todas las etiquetas y el regreso. La leche, los langostinos y el pescado... no me saben igual. Aún no he probado la carne
Una periodista de LA RAZÓN hace la dieta de moda durante 90 días. ¿Es buena o mala?
Mentalizada para estar 30 días sin probar lácteos, carne, pescado, huevos, miel... el médico me dice que tengo que estar tres meses para que se pueda notar algún cambio, como anemia por déficit de vitamina B12, cambios en los niveles de azúcar, colesterol, o vitamina D. No estaba preparada para una noticia así. Otra afirmación, que me llama la atención, es que puedo cambiar de peso. Si es para bajar ese 7 inicial que veo en la báscula desde que superé la treintena no me parece mala idea... Rápidamente me corrige: «Puedes adelgazar o engordar», afirma el doctor Luis Delgado, de Mapfre. Tras hacerme diferentes pruebas, me dice que puedo empezar ya. Mejor esperar al lunes, el sábado tengo la fiesta de la laconada. Empiezo el 27 de febrero.
La primera semana es, literalmente, un infierno. Tomarme un café solo –pruebo varias bebidas vegetales pero no me gustan– en el desayuno no es lo que más me apetece. Lo acompaño de fruta. No sé ni qué comer. Me siento como una vaca comiendo verde todo el día. Eso sí, voy al baño como un reloj, o más.
Llegó el momento de hacer la compra. Voy a una tienda vegana. Es pequeña, pero encuentro de todo, incluso «calamares vegetales». Salgo con una bolsa a rebosar, pero sólo una, y con la cartera vacía. Me parece caro: el «salchichón» está a 17 euros el kilo y el «chorizo» a 32, y eso que tenía descuento (el de Pamplona, el de verdad, está a 11,76/kilo). Dado el precio, los atesoro unos días en la nevera hasta que tengo la necesidad de ingerir algo que se parezca a lo que tomaba antes. El «salchichón» está espectacular. Aunque sabe a butifarra. El «chorizo» es otra cosa. Es una masa como de plástico. La estiro para ver si se rompe. El olor no me atrae, pero a ese precio tiene que estar riquísimo. El sabor es indescriptible. Me da la sensación de estar comiendo pienso.
Al día siguiente me bajo una aplicación que recomiendan en foros para poder hacer la compra en una tienda normal que me permita abaratarla. Se llama «¿Es Vegan?». Muy útil. El problema es que tienes que meter cada aditivo. Tardo tres horas en hacer la primera compra, dos más de lo que hubiera necesitado. La zona ecológica, no es vegana y por la cantidad de productos con aceite de palma y lo lejos que vienen algunos de ellos tampoco deberían ser considerados «eco». Hay otra zona para celíacos, otra para vegetarianos... pero no un área en la que no haya que leer cada etiqueta. Todas las galletas que encuentro tienen alguna «E» (conservantes, colorantes o aditivos) que no puedo tomar. A eso se le añade que mi novio, el santo varón que se suma a comer vegano en casa, tiene alergia al sésamo. Así que encontrar un pan de molde que lo podamos tomar los dos se convierte en una odisea. Al salir, me parece menos cara la tienda vegana (máxime cuando el incremento de coste se contrarresta con que la verdura es más económica que el pescado, la carne...).
Durante las dos primeras semanas voy a tres establecimientos porque no encuentro todo lo que necesito en uno solo. Por ejemplo, en uno localizo salsa agridulce, pero tiene E120, un colorante que le da el color carmín y que según la «app» se obtiene de ciertos insectos de la familia «Coccidae», parásitos de algunas especies de cactus. «Hacen falta 100.000 hembras de este insecto para obtener un kilo de producto», leo. Voy a por otro. Pero para ello he tenido que pasar por el pasillo de los jamones, me he puesto a salivar y huyo a paso ligero para no caer en la tentación. Transcurren los días y tengo la sensación de estar las 24 horas pensando en comida. Necesito masticar, y encuentro en las patatas fritas un aliado. Trato de concienciarme. Esta dieta la elegí pensando en el cambio climático generado por una dieta en la que el consumo de productos de origen animal es más que diario. Veo vídeos sobre barbaridades que se cometen en granjas, sin importarme que sean españolas o asiáticas. Leo que en EE UU un vegano salva a 370 animales cada año por su dieta.
Transcurrido un mes y medio, me he acostumbrado. Ya no necesito tomar una rebanada de pan con aceite de segundo plato en cada cena. He aprendido a hacer nuevos platos, como barquetas de calabacines con champiñones y tofu (el tofu si lo bates y añades soja está bueno), o bizcochos, sustituyendo el huevo por un plátano muy maduro que de otro modo se echaría a perder. También he localizado productos veganos que están buenos, como las galletas, el «bacon» o los «langostinos» (saben a gulas). Otros, como los «calamares», me gustan y eso que es como tomarte un plato chino con churros. Al probar tantas cosas nuevas también descubro que tengo alergia a las semillas de lino.
Siempre dicen que el entorno es clave para llevar a buen término una dieta. Y que supone un problema para muchos veganos. Pues no ha sido mi caso: familia y amigos se adaptaron. Hubo despistes iniciales, como poner jamón a la coliflor, que pasé por agua y aún así sabía como a mantequilla, o ponerme nata en fresas que tuve que declinar. Los compañeros de trabajo también se apiadaron de mí, trayendo galletas veganas, que volaban antes que los pasteles, para mi incredulidad.
En el apartado restaurantes está mi queja. He ido a varios vegetarianos en Madrid, en Toledo y en Navarra. Unos mejores que otros. Algunos no tenían postre para veganos, ni una pieza de fruta, por ejemplo. Y luego ya los extremos. A una compañera de trabajo le pusieron ensalada de sandía a la plancha de menú (a 13 euros, cuando lo que nos pusieron costaría máximo 4). No hace falta ser cocinero para saber que no estará bueno. Y aún así había cola. Y es que al igual que están mejor los platos de toda la vida veganos que los productos de «mentira», donde he comido mejor es en restaurantes tradicionales. En todos ellos (salvo franquicias), se adaptan. En cuanto a picar de la máquina, si en el trabajo no hay muchos productos, en los hospitales menos. El último mes pasé la noche de acompañante en un hospital público madrileño, y sólo podía tomar cacahuetes y patatas fritas. No había fruta ... y eso que es un hospital.
Mayo pasa volando. Pero sigo echando de menos tomarme un café con leche. El día 29, acudo a hacerme los análisis. Los resultados hablan por sí solos: «En febrero tenías alto el colesterol. Ahora estás bien. En el caso de la vitamina B12, aunque está bien, ha bajado. Si estuvieras un año con esta dieta hubiera entrado en déficit. También te ha subido un poco la glucosa, pero está bien. Te han bajado los niveles de ácido úrico. Ahora estás en déficit, aunque tenerlo bajo no implica ninguna enfermedad. La dieta ideal es la vegetariana, con leche y huevos», explica el doctor. El día de los análisis también me dijeron que había perdido 3,3 kg y 7 cm de perímetro abdominal. Salí deseando tomarme un café con leche. Pero lo tuve que dejar a la mitad. Era como estar dando un lametazo a una ubre de vaca. Y eso que pedí desnatada. Por la noche, declino los langostinos. No me saben bien. Me obligo a tomar merluza. Hoy es viernes, y salvo una palmera (el bizcocho casero tampoco me sabe bien), rechazo los productos de origen animal. Habrá que acostumbrarse de nuevo a los sabores de siempre... aunque comiendo menos carne. Mientras, sería bueno que en las etiquetas de la comida pusieran si es apta para veganos, o a la inversa. Su esfuerzo bien lo merece.
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