Alimentación
¿Por qué no nos saciamos con la comida basura?
Un equipo de científicos detecta, en fase preclínica, un circuito cerebral que hace que nos sea tan difícil parar de devorar comida hipercalórica; un aliado en la evolución, pero que hoy juega en nuestra contra
Un equipo de científicos detecta, en fase preclínica, un circuito cerebral que hace que nos sea tan difícil parar de devorar comida hipercalórica; un aliado en la evolución, pero que hoy juega en nuestra contra.
Los receptores gustativos no tienen toda la culpa de que muchos no podamos dejar de comer productos ricos en calorías, aunque seamos más que conscientes de que ya ingerimos suficiente. Tampoco la leptina, la hormona encargada de hacernos sentir saciados para frenar la ingesta. Ni el umami, «un delicioso sabor» que provoca la secreción salivar. Un equipo de científicos de la Escuela de Medicina de la Universidad de Carolina del Norte ha descubierto, en experimentos preclínicos hechos con ratones, una red específica de comunicación celular que emana de la región del cerebro que procesa las emociones y que tiene mucho que ver con que no podamos parar de comer bollería, hamburguesas... La detección de este circuito cerebral en los mamíferos podría ayudar a explicar por qué los humanos nos damos atracones de comida que todos desterramos cuando nos ponemos a dieta. Según esta investigación, publicada en «Neuron» y dirigida por Thomas Kash y John R. Andrews, del Departamento de Farmacología de la citada Universidad, este circuito de la amígdala central es un subproducto de la evolución, de cuando las comidas calóricas eran escasas, por lo que nuestros cerebros fueron diseñados para devorar tantas calorías como fuera humanamente posible porque nadie sabía cuándo vendría el próximo banquete. «No está claro cuándo se desarrolló este circuito a lo largo de la evolución. Está presente en roedores y sabemos que existe en humanos, lo que sugiere que es un sistema que se ha conservado desde la antigüedad y que es la forma en la que el cerebro te dice que si algo sabe realmente bien, entonces vale la pena el precio que ''pagues'' por obtenerlo», afirma Kash a este periódico.
Debido a la complejidad intrínseca del cerebro, muchos aspectos de su funcionamiento continúan hoy siendo una incógnita. Esto explica que los científicos lleven décadas investigando diferentes remedios contra la obesidad, poniendo el foco en las células cerebrales y los circuitos involucrados en la alimentación «homeostática», la que se desencadena por el hambre. De forma más reciente, algunos científicos han estado estudiando el apetito «hedónico»: comer por placer mucho más allá de nuestras necesidades energéticas reales. Se cree que esta alimentación refleja la adaptación prolongada de los humanos modernos para tiempos antiguos en los que las hambrunas eran frecuentes. De modo que percibir este tipo de alimentos ricos en calorías como especialmente sabrosos jugaban a nuestro favor, al darnos una ventaja de supervivencia crucial al acumular energía extra. El problema es que ese instinto en la actualidad, cuando la comida «basura» la tenemos en abundancia, puede conllevar a la obesidad, así como al desarrollo de enfermedades cardiovasculares, cáncer o diabetes, por ejemplo.
En experimentos anteriores se detectó el papel de la nociceptina, una proteína que funciona como una molécula de señalización en el sistema nervioso de los mamíferos. Ahora, Kash y otros científicos han descubierto que los compuestos que bloquean la actividad de la nociceptina, los llamados antagonistas de este receptor, tienen poco o ningún efecto en la alimentación homeostática de roedores, pero permiten frenar los atracones hedónicos en alimentos muy calóricos. De ahí que los científicos vean en estos antagonistas la llave para los futuros tratamientos específicos contra la obesidad y los atracones.
Para la identificación de este circuito, el equipo de Kash utilizó roedores modificados para que pudieran producir una molécula fluorescente junto con la nociceptina, lo que permitía iluminar literalmente las células que conducen estos circuitos de nociceptina. Pese a haber múltiples circuitos, los investivadores detectaron que uno en particular se activaba cuando los ratones consumían alimentos ricos en calorías. En concreto, el que arranca en la región del cerebro que procesa las emociones de la amígdala central. Tras lograr eliminar la mitad de las neuronas productoras de nociceptina, detectaron que se redujo el número de atracones y que los roedores mantuvieron su peso pese a tener acceso a alimentos altamente calóricos.
«Nuestro artículo agrega credibilidad a la hipótesis de que los alimentos sabrosos y ricos en calorías tienen propiedades motivacionales únicas que activan los centros emocionales del cerebro. Lo que nuestro estudio preclínico muestra es que esta activación tiene un papel causa-efecto en el consumo de alimentos sabrosos en sí».
«Los científicos han estudiado la amígdala durante mucho tiempo y lo han relacionado con el dolor, la ansiedad y el miedo. Pero nuestros hallazgos aquí resaltan que también hace otras cosas, como regular la alimentación patológica», afirma Kash. Es decir, que comamos por placer. «El siguiente desafío: obtener nuevas terapias contra la obesidad y los atracones», afirma Hardaway.
Ahora bien, como precisa Jesús Román, presidente de la Fundación Alimentación Saludable, «la obesidad, en la mayoría de los casos, no es por atracones, sino por un mal hábito». «Si vamos más allá de lo molecular, sabemos que la satisfacción por la comida es algo psicológico, cerebral o mental. Ese circuito de recompensa hace que a algunos les dé por jugar, a otros por beber, a unos por hacer actividad física de forma adictiva y a otros por comer, ya que a través de la comida sienten esa satisfacción que tiene que ver con los neurotransmisores, con los hábitos, con la leptina, con la genética...». Pero el problema, precisa Román, «no es la ingesta, sino todo todo el bajo gasto calórico». Una vida sedentaria a la que no ayuda «tener a nuestra disposición una mayor cantidad de productos ultrapalatables: bollería, dulces, precocinados, fritos, snacks grasos, hamburguesas, refrescos... que consumimos a diario. Son alimentos muy altos en calorías, azúcares añadidos, grasas refinadas, harinas blancas, sal y aditivos, que los hacen sabrosos y apetecibles, a la vez que muy poco saciantes. De ahí que, cuando nos queramos dar cuenta, hayamos comido muchísimo más de lo que necesitábamos y por encima del hambre que sentíamos. Eso no nos pasa con un plato de verdura», precisa Andrea Calderón, nutricionista de la Sociedad Española de Dietética y Ciencias de la Alimentación (Sedca).
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