Cambios climáticos
¿Por qué no podemos detener un huracán?
Pese a ser tan previsibles, no se pueden desviar con una bomba dado su potencial. Lo ideal sería refrescar las aguas atlánticas; el problema: con qué tecnología enfriarlas antes de que el Sol las caliente.
Pese a ser tan previsibles, no se pueden desviar con una bomba dado su potencial. Lo ideal sería refrescar las aguas atlánticas; el problema: con qué tecnología enfriarlas antes de que el Sol las caliente.
Pocas catástrofes naturales parecen tan previsibles como un huracán. Cada vez que comienza la temporada de huracanes en la coste Este de América del Norte, en ese corredor fatídico entre el Golfo de México y Florida, ocurre lo mismo.
Días antes, incluso semanas antes, de la descarga de los vientos, las autoridades advierten de la formación de celdas de convección en el océano, afloramientos de masas de aire cálido en transición que luego pueden convertirse en tormentas tropicales. De ahí surge el embrión de un futuro huracán.
Estamos acostumbrados a escuchar las advertencias de los sistemas de alertas tempranas que avisan a la población de la llegada de un fenómeno huracanado. Incluso vemos todos los años que ciudades enteras son desalojadas para prevenir males mayores. Los huracanes, muchas veces, se ven venir. Sin embargo, a pesar de que las tecnologías de predicción han mejorado tremendamente, los huracanes no se pueden evitar. No hay modo humano de detenerlos, de aminorar su fuerza, de desviarlos.
La amenaza de Dorian durante esta semana ha servido de ejemplo. La ciencia es capaz de advertirnos a todos que una masa destructiva de vientos de casi 300 kilómetros por hora se encamina a azotar a poblaciones humanas. Pero se siente impotente en el siguiente paso: el de la mitigación.
¿Realmente es imposible detener un huracán? Durante décadas la ciencia se ha hecho esta misma pregunta. Encima de la mesa se han puesto docenas de propuestas más o menos realistas. Un huracán no es otra cosa que una fuente de energía desatada en el océano y alimentada por el calor de las aguas cálidas del Golfo. Una fuente de energía debería tener un botón de apagado. El calor de las aguas debería poder ser mitigado con aire fresco. ¿No parece sencillo? En realidad, no lo es.
Sin vuelta de hoja
Existe un dato fatídico que todos los especialistas conocen bien. A partir de 26 grados de temperatura superficial de agua del océano es posible que empiece a desatarse la catarata de fenómenos que conducen a la formación de un huracán. Cuanto más caliente sea el momento de arranque, más probabilidades de alcanzar un huracán de categoría 4 o 5, los más destructivos.
No hay vuelta de hoja: si logramos impedir que el océano alcance esas temperaturas, habremos acabado con los huracanes. El problema es que las masas de agua son los elementos más térmicamente estables que existen. Hace falta mucha energía para elevar un grado la temperatura del mar y mucha también para reducirlo. Para que la temperatura aumente, la naturaleza y el ser humano llevan mucho tiempo trabajando. El clima del planeta está regulado por algunas corrientes térmicas fundamentales. Una de ellas es la corriente de aire caliente que nace en el Golfo de México y se distribuye por el Atlántico hasta calentar las costas de Europa. Si en lugares como España tenemos un invierno relativamente apacible (sin las heladas y nevadas generalizadas de latitudes similares del otro lado del charco como Nueva York) es gracias a la atemperación que propician estas corrientes.
Ideas para frenarlos
Pero todo tiene un precio. En su origen, la corriente cálida provoca altas temperaturas en el mar. Hace que las aguas del Atlántico se conviertan en alimento para huracanes. Si además el ser humano está provocando un aumento artificial en las temperaturas superficiales, la amenaza aumenta.
Para evitar el problema lo ideal sería refrescar las aguas atlánticas. No hace mucho, un proyecto liderado por el ingeniero marítimo Stephen Salter y financiado por el billonario Bill Gates trató de encontrar la solución. Planteó la posibilidad de flotar centenares de estructuras con forma de neumáticos gigantes que extrajeran parte del calor de las aguas. La versión más estupefaciente del proyecto contaba con una flota de barcos no tripulados que recorrerían el atlántico extrayendo aire caliente con gigantescos sistemas de refrigeración.
El proyecto ha sido desestimado por inútil. Nada garantizaría que una tecnología humana pudiera ser más rápida enfriando de lo que el Sol y el efecto invernadero lo son calentando.
Otros científicos han propuesto ideas algo más peregrinas. Desde los años 60 se presentan patentes algo disparatadas como el envío de aviones supersónicos al centro de los huracanes para tratar de hacer circular corrientes de aire contrarias a la circulación ciclónica de los huracanes. O, más recientemente, se ha sugerido la construcción de grandes generadores de viento que sirvieran de muro de contención (en sentido contrario) de los vientos huracanados de las tormentas tropicales.
De hecho, una de las ideas más plausibles es el aprovechamiento de grandes granjas de molinos de viento, de los mismos que se usan para generar energía eólica, para contrarrestar un huracán. Es como tratar de soplar al rostro del huracán con la esperanza de que cambie de dirección.
La posibilidad de bombardear un huracán con algún tipo de bomba atómica que genere una energía suficiente para desviarlo (idea que parece que llegó a sugerir Donald Trump esta semana, aunque luego se desdijo de la ocurrencia) ha quedado totalmente descartada. Primero, por los evidentes riesgos que entraña la detonación de bombas atómicas en cualquier escenario. Segundo, porque la energía desatada por un huracán no se detiene ante nada. Para hacernos una idea: uno solo de fuerza 4 o 5 desata tanta energía que la electricidad que usamos para iluminar todas las viviendas del planeta supone solo el 25% de ese potencial. Serían necesarias 10 bombas como la de Hiroshima para hacer cosquillas al monstruo.
No. De momento ningún proyecto de geoingeniería sería capaz de detener o desviar uno de estos devastadores fenómenos. El ser humano sigue siendo demasiado débil para lidiar con los dioses del clima. Lo único que podemos hacer es aprender a anticiparnos al fenómeno y tratar de minimizar sus efectos. En la mayoría de los casos, la única estrategia inteligente es huir a tiempo.
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