Educación
Profesor asociado: La perversión de una buena idea
La figura del profesor asociado se gestó en la Ley Orgánica 11/1983 con el objetivo de que los estudiantes entraran en contacto con la realidad de su futura profesión a través de personas de alta cualificación. El cirujano especializado en una concreta técnica operatoria podría instruir en su práctica durante un cuatrimestre. No se trataba de atraer al mundo de la Universidad a unos especialistas de prestigio, sino de abrir sus ventanas a la realidad social. El artículo 53 de la vigente Ley Orgánica de Universidades parecía dejar clara esta finalidad al destacar: a) que el contrato solo puede celebrarse con especialistas de reconocida competencia; b) que el profesional seleccionado debe estar ejerciendo una actividad profesional fuera del ámbito universitario, de manera efectiva; c) que el objetivo de su asociación se limita al desarrollo de tareas docentes destinadas a transmitir sus conocimientos y experiencias profesionales; y d) que su relación con la universidad es ocasional, transitoria y parcial, y que es preciso mantener y acreditar la actividad extraacadémica para el desempeño de esa función. Como puede verse, la figura se perfila como una invitación dirigida a una persona, en razón de su «reconocida competencia», para que pueda prestarla sin alterar la trayectoria profesional en la que trae causa su solicitada participación.
En consecuencia, la relación que se establece entre el profesor asociado y la universidad responde al perfil de un contrato de duración determinada. La Directiva 1999/70 lo caracteriza como un modelo contractual que «viene determinado por condiciones objetivas tales como una fecha concreta, la realización de una obra o servicio determinado o la producción de un hecho o acontecimiento determinado». Nada impide que puedan renovarse sucesivamente sin alterar la naturaleza propia de cada uno de ellos. Quien ha contratado un servicio que le ha sido satisfactoriamente prestado, es lógico que vuelva a recurrir a la persona que tan bien lo llevó a cabo. Sin embargo, para prevenir de los abusos a los que pudiera dar lugar la utilización concatenada de esta modalidad contractual, la citada Directiva insta a los Estados miembro a introducir una o varias de estas medidas legales: «a) razones objetivas que justifiquen la renovación de tales contratos o relaciones laborales; b) la duración máxima total de los sucesivos contratos de trabajo o relaciones laborales de duración determinada; c) el número de renovaciones de tales contratos o relaciones laborales». Todos estos extremos se hallan contemplados en el artículo 53 de la Ley Orgánica de Universidades y, por su parte, algunos Estatutos universitarios establecen términos que obligan a dar por terminada la relación transcurrido un determinado periodo de renovaciones sucesivas. Hasta aquí todo parece claro y coherente. Ahora bien, frente a esta descripción ceñida al espíritu de la legalidad vigente, cabe otra bien distinta que es la que se ha ido forjando poco a poco en la práctica. Desde que el Real Decreto 7/2000 utilizase esta figura para paliar los problemas de adaptación de las viejas plantillas al nuevo régimen del profesorado, los problemas comenzaron a surgir y se fue empleando esta figura como una vía adecuada para atender las necesidades docentes ordinarias en el marco de unas universidades mal financiadas.
En la mayoría de los casos la función que se les atribuye no difiere de la que corresponde al resto del profesorado. Se utiliza como una fórmula que ofrece tres ventajas: a) no está sujeta a las acreditaciones previas que requiere la contratación de profesores ayudantes doctores o profesores contratados doctores; b) no está sometida a las limitaciones docentes del ayudante en formación; por lo tanto puede articularse fácil y ágilmente la plantilla necesaria para hacer frente a las cargas de cada curso. El artículo 20 del Real Decreto 898/1985 entiende «por desarrollo normal de actividad profesional el ejercicio, fuera del ámbito universitario, de cualquier actividad profesional remunerada de aquellas para las que capacite el título académico que el interesado posea durante un período mínimo de tres años dentro de los cinco anteriores a su contratación como profesor asociado por una universidad». Con eso suele bastar y, para no olvidarnos del «prestigio», dicha disposición añade: «No obstante, lo dispuesto en el párrafo anterior y en los términos en los que, en su caso, prevean los estatutos, las universidades podrán contratar a personas de reconocida competencia». Una interpretación literal de este texto nos lleva a concluir que existen dos vías. Se puede contratar a quienes acrediten tres años de experiencia profesional efectiva mediante el certificado de cotizaciones a la Seguridad Social o mutualidad, y, en su caso, de alta en el impuesto de actividades económicas; y por otro lado, como un plus, las universidades también pueden contratar a «personas de reconocida competencia».
Urge cambiar
Ateniéndonos a la primera posibilidad, la figura del profesor asociado permite garantizar unas enseñanzas a bajo coste. Sus percepciones vienen oscilando entre los 300 y 600 euros mensuales. En consecuencia, cuando un área de conocimiento solicita una plaza, la universidad le ofrecerá normalmente una de profesor asociado y cuando esa persona se integre en el equipo docente, realizará una labor similar a la de sus compañeros de los demás cuerpos docentes; es decir, desempeñará las mismas tareas que el otro «trabajador con contrato de duración indefinida comparable» al que se refiere la Directiva europea. Y es ahí donde surgen todos los problemas. En la mayoría de los casos, la docencia adscrita a su plaza constituye la actividad principal del profesor asociado (en el caso de que no sea la única) y mantendrá su precariedad con la esperanza de poder acceder a un puesto mejor. En esas circunstancias, reivindicará para sí los derechos que corresponden a quienes ve desempeñar las mismas tareas. Se trata de una situación anómala que debe cambiar. El legislador debe depurar la figura y distinguir entre lo que es un «especialista de reconocida competencia» y lo que son los profesionales a los que se ofrece una prestación temporal de servicios para hacer frente a necesidades coyunturales.
Quien suscribe un contrato de tres, seis o doce meses, habiendo acreditado la existencia de otra actividad principal debe saber: a) que la universidad le contrata para «cubrir una enseñanza necesaria y permanente del centro docente, en el ámbito de la formación teórica y práctica, conducente a la obtención de los títulos universitarios» (Cfr. Fundamento tercero de la Sentencia del Tribunal Supremo 669/2018); b) que requiere sus servicios por el tiempo que establece el contrato; más allá del cuál ignora si tendrá necesidad de ellos, bien sea por una disminución del número de alumnos en la especialidad en la que enseña, bien sea por la incorporación de profesores acreditados, o por cambios en el programa de la asignatura; c) que, al contratarle, se le ha pedido que justifique la existencia de una actividad principal, puesto que la plaza que ocupa no se inserta en la carrera académica (aunque en la práctica sea el camino para iniciarla). En consecuencia, ha de ser consciente de que su estabilidad laboral se halla en el puesto de trabajo, profesión o empresa que le ha permitido acceder a la plaza.
Pero, por otra parte, hay que tener en cuenta que la universidad como empleador debe ser escrupuloso en la utilización de esta figura. El prolongar en el tiempo las situaciones interinas genera falsas expectativas, difumina la naturaleza del «contrato de duración determinada» y en nada ayuda a la creación de plantillas docentes bien formadas ni contribuye al establecimiento de equipos de investigación sólidos. No puede ser una figura pensada para iniciar una carrera investigadora y docente. En este sentido y, a la espera de un cambio legislativo que adaptase los contratos de duración determinada a las necesidades de la Institución, sería deseable que los Tribunales de las distintas instancias unificasen criterios que permitiesen definir la figura como un «contrato de duración determinada» que no se prestase a confusiones.
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