Sin techo
"Tengo moratones en las caderas de dormir durante 9 años en el suelo"
Comienza la Campaña contra el Frío en Madrid, pero muchos de los que viven en la calle no aceptan dormir en los albergues. Esta es la historia de Pablo y su cuadrilla, hombres que sobreviven incluso a bajo cero y sueñan con que «esta Navidad sea la última en los cajeros».
Comienza la Campaña contra el Frío en Madrid, pero muchos de los que viven en la calle no aceptan dormir en los albergues. Esta es la historia de Pablo y su cuadrilla, hombres que sobreviven incluso a bajo cero y sueñan con que «esta Navidad sea la última en los cajeros».
Largo. Eterno. Frío. Oscuro. Duro. «Y no digo húmedo porque va a sonar guarro». Asegura Pablo, que así son los días para quienes viven en la calle. Él lo hace en un parque, en el de Eva Perón, ubicado en el madrileño barrio de Manuel Becerra, donde se crió y al que volvió tras salirse del Ejército. Le destinaron unos meses a Bosnia y cuando regresó se encontró su vida del revés. Su novia, «con la que pensaba casarme», le fue infiel y «empezó a irme muy mal». Primero «en el curro» –cuenta que encadenó unos cuantos en la construcción y en la hostelería–y después con su familia. Así, las trifulcas con su madre y uno de sus hermanos le empujaron a abandonar el hogar de la calle Cartagena que siempre había sido su punto de referencia. Ese día recuerda que acudió a casa de su amigo Julián, su vecino de toda la vida. Allí pudo guarecerse tan solo 15 días, porque falleció la madre de éste y ya no hubo forma de hacer frente al alquiler. Entonces la crisis mostraba su peor cara y se complicó eso de encontrar alguna faena para ir saliendo a flote. Juntos recorrieron varios hostales hasta que hubo dinero y cuando los bolsillos se vaciaron del todo, el único lugar que les acogió fue la calle. «De eso hace ya nueve años, nueve años perdidos en mi vida», lamenta Pablo. Cuesta sostenerle la mirada cuando habla, no porque sus ojos proyecten tristeza, mucho menos lástima, sino porque es muy fácil verse reflejado en ella. Es un madrileño educado en una familia de clase media –«era uno de los pijos del barrio, de polo Lacoste», dice Alfonso, otro colega de la infancia que también merodea por Eva Perón– trabajador de las Fuerzas Armadas durante casi una década, de maneras educadas y humor irónico. Tiene 48 años y pese a las secuelas de dormir al raso tantísimo tiempo sigue manteniendo el atractivo. Apenas le asoman unas canas en una cabellera que peina hacia atrás, pero su cuerpo es más enjuto y sus arrugas más marcadas de lo que corresponde a su edad.
El refugio de la biblioteca
«¿Pero esta entrevista es por las elecciones?». Se niega a que utilicen su historia o la de Julián, que pasa el día metido en la biblioteca Buenavista, en la avenida de Los Toreros, viendo en bucle «Aquí no hay quien viva» y «vídeos de historias paranormales rarísimos». «No ha venido porque no se fía de la Prensa», aclara su amigo. Tito y Vladimir completan la cuadrilla. Este último se incorporó hace apenas 8 meses desde Marsella, ciudad a la que llegó tras salir de su Rusia natal. Ha cumplido en España los 40 sin saber todavía muy bien por qué aquí. «En Madrid el paquete de tabaco cuesta cuatro euros y pico. En Francia, ocho». Eso lo puede explicar.
Tito es el mayor. Roza los 60 y desde los 50 duerme en la calle. Vivía con su madre en un piso de renta antigua. Cuando falleció, le subieron el alquiler a 500 euros y le acabaron desahuciando por impago. Trabajó en uno de los cafés más representativos de la capital, el Viena de la calle Princesa.... La narración se interrumple. Llega Paula al parque, otra de las parroquianas. Ha discutido con su hijo, bebido más de la cuenta y se ha echado a las calles a pagarla con el primero que pase. «Por las entrevistas se paga, niña. Tienes que darme algo de dinero, no te pases de lista». A los cinco minutos, cambia el tercio: «Perdona. no no soy así, estoy borracha».
Tito prosigue el relato y recuerda que su primera noche como «sintecho» la pasó en el antiguo Palacio de los Deportes y que muy cerca de allí, en la plaza Felipe II, una vez le intentaron quemar vivo. Todos coinciden en que para sobrevivir lo mejor es buscar el apoyo de un grupo. Se evitan peligros derivados de la aporofobia, del odio al pobre, robos de otros que están en la misma situación y es más fácil darle contenido a las horas. «Los días son muy repetitivos», apostilla Pablo. No hay nada que hacer. Todos sin excepción, sea lunes o domingo, se levantan a las seis de la mañana cuando la ciudad se pone en marcha. En invierno duermen en un cajero del BBVA y cuando ven al encargado de la oficina tomarse el café en el bar de enfrente empiezan a recoger los cartones y «lo dejamos todo limpio por educación». Los martes y los jueves acuden a desayunar a la iglesia evangélica Ejército de Salvación, donde también se duchan y cambian de ropa. El resto van a la de los Padres Dominicos de la calle Conde Peñalver. Comer, prefieren hacerlo en los bancos del parque en los que duermen y, si llueve, en los soportales de la calle Ruiz Perelló. A veces compran viandas con lo que sacan de pedir en los supermercados y en otras ocasiones hacen un picnic improvisado con lo que les dan en algunas asociaciones. «En España nadie se muere de hambre», alega Tito.
El resto del día lo sobrellevan como pueden. Ya se conocen las historias de unos y otros, «y como la calle te hace beber más de la cuenta», la mayoría de las veces acaban discutiendo Pablo se entretiene con la radio, Julián en la biblioteca y a Tito le encanta sacar el parchís y el dominó de la bolsa en la que guardan sus pertenencias y que se turnan para vigilar y evitar robos.
La temperatura mínimas ya no superan los cinco grados, así que el Ayuntamiento de Madrid ha puesto en marcha la Campaña contra el Frío para evitar que las 2.200 personas que hay actualmente durmiendo al raso en la capital amanezcan sin vida. El Consistorio pone a su disposición una red de albergues con más de 2.000 plazas, pero no es una opción para los del parque de Eva Perón. «¿Tú sabes lo que es eso? Hay gente pinchándose, peleas, huele mal y te roban. Prefiero dormir en el cajero con mis hermanos, estamos más seguros», sostiene Pablo. «¿O es que no leíste lo de las chinches?». Se refiere a la plaga que se localizó este verano en las instalaciones del Samur Social. Con los servicios sociales ha tenido algún encontronazo al haberle denegado la Renta Mínima de Inserción Social que lleva pidiendo tres años. «¡Que no doy el perfil, dicen». Al menos, ahora se puede hablar de ello sin que la sangre llegue al río, porque dentro de unos días le ingresan una ayuda económica que da el INEM la Renta Activa de Inserción. «Es un lío de papeles, parece que lo hacen para que te canses y dejes de pedir el subsidio, pero ya lo he conseguido». Percibirá poco más de 400 euros, los mismos que piensa emplear para conseguir «una habitación o un local, me da igual, me basta un espacio en el que pueda echar aunque sea un colchón, llevarme a mis amigos y dejar la calle de una vez, no aguanto más». Su mayor aspiración es «no volver a pasar otra Navidad en un cajero». Está tan ilusionado que va a ir por pimera vez a votar desde que se quedó en la calle. Como un primer paso para volver a ser ciudadano, como si los que no tienen casa acaso se desprendieran también de los derechos que uno adquiere al nacer. Reconoce que ha llorado mucho, «qué tontería, cómo no voy a llorar». Pero él no se rinde para no caer en la abulia como otros muchos de su alrededor «que se acaban acostumbrando a la vida en la calle y se conforman con tener un colchón y cuatro cosas en un carro».
Pablo todavía sigue manteniendo cierta mirada displicente, como si estuviera en un sitio equivocado, en una realidad que a él no le tendría que haber tocado. Mucha gente se piensa que no queremos trabajar ¡Joder!, ¿es que no me ven? Tengo moratones en las caderas de dormir durante 9 años en el suelo».
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