Policía

Una maleta llena de polvo y esperanza

La Razón
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-En el polideportivo del Instituto Rosalía de Castro de Santiago no suenan balones de baloncesto ni ánimos de las gradas, sino el silencio de la tragedia. Ayer por la tarde, bajo una lluvia intensa, familiares y heridos se acercaban al pabellón que habilitó la Policía Nacional para recoger sus pertenencias. El último trago para empezar a olvidarse de esa curva de la fatídica noche del miércoles. Al igual que en el edificio multiusos donde instalaron el tanatorio, el pabellón con las pertenencias recogidas en las vías estaba protegido de los medios de comunicación. Tan sólo algunos fotógrafos podían entrar unos minutos, sin fijar su objetivo en las víctimas.

Mientras las cámaras y los micrófonos se agolpaban en la verja, heridos y familiares acudían confusos. A Alfonso Lecanda le acompañaron su hermana y su cuñado. Este ingeniero informático de 39 años viajaba en el vagón cinco, «el de la muerte», le comenta un policía al preguntarle por su historia. La que escribe estas líneas acompaña a los tres al interior del polideportivo. «Espero que tenga toda la documentación porque se me cayó la cartera del bolsillo cuando descarrilamos», comenta. Eso sí, el teléfono móvil lo conservó. «Me llamó un minuto después de que me dijeran que el tren había descarrilado», explica su cuñado que le esperaba en la estación. En la puerta del edificio nos piden el nombre: «Soy uno de los heridos», explica. Nos dejan entrar a los cuatro, pero en seguida nos separamos. «Él sabe cuál es su maleta, ustedes quédense aquí arriba». Era la primera vez que Alfonso cogía el Alvia, «siempre hago el trayecto en coche o en Talgo». Desciende las tres gradas entre las que se disponen, ordenadas, las maletas, mochilas, maletines, bolsos, equipos de cámara... Todas tienen algo en común: polvo, arena, algún rastro de sangre. Los colores se difuminan entre la suciedad y las historias que esconden dentro los equipajes: maletas rígidas, de colores, rotas, con la cinta judicial de la Policía, numeradas, con nombres. Cada una guardaba bajo su cierre una vida truncada o una historia de supervivencia.

Las carteras, en comisaría

La de Alfonso es de las segundas. Venía quince días a visitar a su hermana. «¿Me trajiste algún regalo?», le pregunta su hermana cuando da con su maleta. «Es muy grande, así que seguro que me has traído algo», intenta bromear. Les interrumpe la conversación otro de los agentes que custodian las pertenencias. «¿Esta seguro que es la suya? ¿tiene alguna identificación?». «Sí, mire, llevaba una tarjeta de la empresa en la cremallera trasera», le explica el ingeniero mientras abre la cremallera.

Alfonso sabe que ha tenido mucha suerte, aunque las marcas de los cortes le marcan el rostro y las piernas: «Me han tenido que poner varios puntos, en la cara y en el gemelo». Pero lo que más le duele son las costillas. Las tiene muy magulladas. «¿A qué hospital le trasladaron?», pregunta el inspector que lleva el caso. «Al Santa Inés», responde su cuñado. Todavía están tensos. Mientras esperan para firmar el acta de recogida, Alfonso pregunta por su documentación, «mi ipad y mis gafas. ¿Las han encontrado?» El inspector le responde: «Seguramente estén en comisaría, todas las carteras y los objetos pequeños los tenemos custodiados allí. Si le parece nos acompaña a recogerlo y presta declaración». «Claro», responde con rapidez.

Alfonso sólo recuperó la tablet. «Creo que gracias a estar leyéndola, salvé la vida», asegura.