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"Stranger things": Finjamos que no nos acordamos de nada
En algunos aspectos, la tercera temporada del gran éxito de Netflix es justo igual que las anteriores; en otros, es peor.
En algunos aspectos, la tercera temporada del gran éxito de Netflix es justo igual que las anteriores; en otros, es peor.
La verdadera razón del éxito de «Stranger Things» estriba en la falta de memoria, tanto la de sus espectadores como la de sus personajes. Cada una de sus temporadas recicla la misma historia: criaturas sobrenaturales pertenecientes a una dimensión paralela aparecen en Hawkins (Indiana) en los años 80, y un grupo de niños y adultos liderados por una muchacha con poderes psiónicos intenta acabar con ellos. Y lo sorprendente es que en cuanto lo han logrado, esa decena de personajes –el resto del pueblo, convenientemente, vive ajeno a la existencia de los monstruos– vuelven a sus vidas normales y se comportan prácticamente como si no hubiera pasado nada. Así cada temporada.
Es innegable que, en su primera tanda de episodios, la ficción creada por los hermanos Duffer ofreció una cariñosa colección de referencias a la cultura pop de los 80 –Stephen King, John Carpenter, Los «Goonies», los «Cazafantasmas», el synth-pop– que en aquel momento derrochaba frescura. Tres años después, sin embargo, lo que entonces funcionaba a modo de homenaje ahora se delata como puro vampirismo, un intento desesperado de seguir chupándole la sangre a un cadáver que se secó hace tiempo. En esta ocasión el uso de colores sobresaturados y estilos chillones y citas gratuitas –la peor de ellas, sin duda, a la canción de «La historia interminable»– acerca «Stranger Things» al terreno de la autoparodia.
Por lo demás, decíamos, en casi todos sus elementos narrativos la nueva temporada es un calco de sus dos predecesoras: grosso modo, alguien intenta abrir una puerta al Mundo del Revés, algo malo sucede, los personajes se dividen en grupos, Once (Millie Bobby Brown) hace algo increíble y al final todos se reúnen; incluso recupera al mismo monstruo que ya ejerció de villano en la temporada pasada, que responde al nombre de Azotamentes y que, inevitablemente, resulta mucho menos imponente ahora que entonces. Parece ser, eso sí, que el bicho ha pasado los dos últimos años estudiando los clásicos de la ciencia-ficción, puesto que su nueva táctica para invadir Hawkins está inspirada en «La invasión de los ladrones de cuerpos».
Pese a ello¸ eso sí, «Stranger Things» trata de convencernos de que, igual que sus personajes principales han dejado de ser niños para convertirse en adolescentes de hormonas descontroladas, también ella misma se ha hecho mayor. La Guerra Fría hace acto de presencia en el relato, y también comentarios más bien imprecisos sobre la destrucción de la plácida vida en comunidad por culpa de los centros comerciales; los niveles de violencia han sido, asimismo, incrementados, aunque sin más motivo aparente que el empeño de la serie por exhibir madurez del mismo modo que un mocoso insiste en llamar bigote a la pelusa imperceptible que tiene bajo la nariz.
En última instancia, en cualquier caso, esos gestos resultan tan dramáticamente estériles como las digresiones y líneas argumentales muertas que adornan la narración, y como esos personajes nuevos tan vagamente desarrollados que apenas funcionan como estereotipos. Los Duffer siempre han asegurado que, pese a la división por episodios, cada temporada de «Stranger Things» es como «una gran película», pero lo cierto es que la que acaba de estrenarse da la sensación de ser más bien una película pequeña hinchada con varios fardos de paja.
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