Viajes
Desde licor de escorpión hasta cigarrillos de opio: una visita a la ciudad sin ley de Vang Vieng
Es un pueblo escondido en la selva laosiana al que acuden jóvenes mochileros de todo el globo. Aquí descubren un mundo sin límites y caracterizado por el desenfreno. Uno se pregunta si esta estrategia para aumentar el turismo es la más apropiada.
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Se llega a Vang Vieng (Laos) desde Luang Prabang en una furgoneta compartida con cinco o siete turistas más. Suele haber complicaciones al salir, ya que es habitual que los conductores vendan más asientos de los que realmente tienen, para dejar a los turistas que se peleen entre ellos y decidan quién se quedará en tierra y deberá esperar a subir en la siguiente furgoneta. Los conductores reembolsan un 80% del precio al desafortunado, hacen oídos sordos a sus quejas y arrancan el motor. Tras ellos queda un desdichado europeo que todavía no sabe por dónde le han venido.
El viaje es largo, y la carretera se asemeja a una larga serpiente que no sabe estarse quieta. Bambolea el autobús derrapando entre las curvas, siempre al borde del precipicio que termina en la selva laosiana. Algunos pasajeros no pueden evitar lanzar un grito o dos cuando la furgoneta pasa demasiado cerca de un camión que venía de frente. Es una aventura. Para algunos muy excitante. Pero llegas a Vang Vieng descompuesto por los sustos de las últimas siete horas y algo mareado, y es así como quiere recibirte este minúsculo pueblo de apenas dos calles a un flanco del río Nam Song. Descompuesto, perdido, a su merced. De esta manera, le será más fácil hacerse contigo.
Cuando yo llegué, la primera y última vez, dejé la mochila en mi hostal y busqué un bar para saciar la sed y, de paso, conocer algún personaje interesante. Buscaba historias para contarle a usted, lector, y los personajes más extravagantes suelen encontrarse en bares perdidos de la civilización y la honradez. Elegí un bar llamado Full Moon que encontré en una callejuela y aparentemente vacío. Era media tarde, la hora de la siesta, y tres perros dormían amontonados bajo una mesa. Sobre la mesa apoyaba la cabeza, roncando suavemente, una mujer desaliñada. Tan solo se sentaban en la barra una pareja de franceses con un puñado de vasos vacíos a su alrededor. Gritaban, mirando el televisor colocado en el lateral, y el hombre que los atendía detrás de la barra, tatuado desde los ojos hasta los tobillos, gritaba con ellos. Me acerqué, pregunté si podía sentarme. Accedieron, pedí una cerveza. No tardé en descubrir la razón de los gritos: apostaban chupitos en los combates de boxeo que daba el televisor, el barman por un lado y la pareja francesa por el otro.
Al sentarme junto a ellos, olvidaron rápidamente las apuestas y encontraron un nuevo pasatiempo preguntándome quién era, de dónde venía, qué me había traído a Vang Vieng. Dije que era periodista y quería escribir sobre el pueblo. ¿Periodista?, preguntó el barman tatuado, tensando las venas del cuello. ¿Periodista?, preguntaron estupefactos los franceses. De viajes, contesté yo. El barman se relajó al momento y esbozó una sonrisa. Te iba a echar de aquí porque no nos gustan los periodistas, dijo, pero si eres de viajes puedes quedarte. Y los franceses seguían mirándome anonadados. Ellos creían que los viajeros profesionales somos tipos con cara de listo que se pasean ciudades extrañas como lo haríamos por el pueblo de los abuelos, sacando fotos a todo quisqui y llamando mucho la atención. No sé si camino con cara de listo o de bobo, pero prefiero hacerlo en silencio y con los ojos bien abiertos. Les expliqué que mi oficio consiste en mirar y escribirlo más tarde, antes de que pierda la frescura, y eso de llamar la atención podíamos dejárselo a otros. Asintieron y me invitaron a otra cerveza.
Estuvimos cuatro horas en aquella barra. Cuando terminaron las preguntas, los franceses me narraron sus vidas. Él era policía, ella trabajaba como dependienta en una bocacalle de Los Campos Elíseos. Estaban de vacaciones. El barman sacó de debajo de la barra una botella de cinco litros, con un líquido ámbar y seis escorpiones flotando en el interior, sirvió chupitos para todos y brindamos por los policías. Entre risas. Su licor casero tenía un sabor dulce y amable al paladar.
El menú especial
Unos chupitos más tarde, el policía francés, que más tarde se excusaría reafirmando que estaba de vacaciones, preguntó al barman si tenía “el menú especial”. Agudicé el oído. El barman miró alrededor con aire misterioso, nos hizo jurar silencio y colocó sobre la barra, igual que haría un mago con la carta ganadora, un colorido menú con dibujos y diez o veinte hileras de productos. Este menú era la razón de por qué estaba en Vang Vieng y había arriesgado el pellejo en la furgoneta. Porque Vang Vieng es conocida por ser la capital de los mochileros, uno de los puntos finales en la Ruta Hippie de los años 70, que recorría desde Londres hasta la India o el Sudeste Asiático. Vang Vieng es una ciudad sin ley donde los estupefacientes, la prostitución y la fiesta constante están garantizados. Y este menú ofrecía todas las drogas que se puedan adquirir en esta región del mundo. Cocaína, marihuana y hachís, opio, LSD, setas, cristal, cócteles con cualquier sustancia… a precio de bolsillo.
El policía francés compró un gramo de hachís y dos cigarrillos de opio ya liados. Pagó la cuenta completa y se largó con su novia. Nos quedamos solos el barman y yo. Estos franceses, se quejaba, pasan una tarde entera fingiendo ser amigos tuyos pero al final todos quieren los mismo. ¡Bah!
Charlamos un rato más. Me dijo que los tiempos dorados de Vang Vieng ya eran pasado y que se había vuelto complicado hacer negocios. Demasiados ingleses (la presencia británica en el pueblo roza seriamente el colonialismo) vienen aquí para emborracharse y tirarse por los acantilados al río, o practicar el tubbing, que consiste en subir a un donut hinchable y dejarse arrastrar por la corriente. Borrachos y drogados, algunos se golpean contra las rocas y terminan por ahogarse. Hasta 27 turistas murieron en el año 2011, y el gobierno de Laos ha decidido tomar cartas en el asunto, restringiendo el tráfico de sustancias y limitando la prostitución. Incluso han probado a potenciar el turismo ecológico. A los lados de la calle principal del pueblo se colocan locales para alquilar karts de campo por horas, con los que puedes ir adónde quieras antes de terminar un depósito (yo los probé al día siguiente y fue una de las experiencias más divertidas que tuve en Laos).
Una fiesta universitaria en Vang Vieng
El negocio no va bien, repetía, en tanto que su bar comenzó a llenarse de ingleses con el pelo muy rubio y completamente colorados por el sol. La mayoría, puestos hasta las trancas. Uno de estos grupos me descubrió en la barra y decidió adoptarme por unas horas. Chillaban excitados porque estaban en Laos y nadie parecía detenerles. Una jovencita del grupo insistía en que me uniese a su idea de pasar una noche divertida, y cuando yo lo rechazaba, apoyaba sus exigencias en que estábamos viviendo una aventura y era preciso exprimirla al máximo. Tragaba litros de cerveza junto a sus compañeros como si fueran una banda de piratas y cada cierto tiempo salían a la calle para fumar marihuana. Si uno omitía los juncos adornando el local, el aire húmedo impregnándose en la piel y los puestos de comida colocados en la acera, podía creerse que se encontraba en una juerga universitaria. Yo charlaba con el barman cuando nos dejaban tranquilos. Me explicaba, tras jurarle secreto de por vida, cómo hacer su licor casero, o susurraba los nombres de algunos famosos que pasaron por su bar durante la edad dorada de Vang Vieng.
Al final me cansé del espectáculo y pensé que las dos de la mañana era buena hora para volver a la cama, me despedí del barman, intercambiamos los números y prometí visitarle a la tarde siguiente. En la entrada del local me encontré con la inglesa vomitando en una esquina. Supongo que la aventura se le había atragantado.
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