Vacaciones

Formentera, el paraíso del Mediterráneo

Además de playas paradisiacas, alberga paisajes salvajes de belleza extrema. El 70% de su territorio natural está protegido

Con apenas 83 kilómetros de extensión, alberga multitud de calas y playas donde perderse
Con apenas 83 kilómetros de extensión, alberga multitud de calas y playas donde perderselarazon

Además de playas paradisiacas, alberga paisajes salvajes de belleza extrema. El 70% de su territorio natural está protegido

El paraíso no está en el cielo. Emerge en la tierra. Más concretamente, en Formentera. 70 kilómetros de playas vírgenes, bancos de arena blanca, un mar de azul turquesa. Un paisaje salvaje, de belleza extrema. De las que cautiva, encandila e incluso quema. Es la isla habitada más pequeña de las Baleares. Anclada a poco más de dos millas náuticas de Ibiza, resulta perfecta para soñar despierto y vivir dormido.

Pese a tratarse de un territorio con apenas 83 kilómetros cuadrados de extensión, alberga multitud de calas y rincones solitarios para perderse, detener el tiempo, olvidarse del bullicio y ajetreo diario y relajarse. Sobre todo, eso. Relajarse. Y es que en Formentera nadie sabe la hora. Más allá de contemplar espléndidos collages en sus transparentes y cristalinas aguas, dignos de inmortalizar, el turista puede caminar y pedalear a través de sus caminos verdes, sus bosques de pinos y sabinas o sus salinas.

De la Formentera de los años 60, en la que jóvenes norteamericanos aterrizaban y fumaban marihuana mientras evitaban batallar en la guerra de Vietnan, poco o nada queda. Bueno, algo sí. Rebobino. De la Formentera de los años 60, habitada por yanquis de padres adinerados que los mandaban a la isla para evitar luchar en la Segunda Guerra de Indochina, queda esa esencia hippy que desprende tranquilidad y la convierte en un lugar idóneo para poner en práctica el lema: «Paz y Amor». Nos comenta un hogareño que hace 30 años no había luz corriente, que ahora el 4G se pilla con dificultad y que la fibra óptica todavía no ha llegado. En definitiva, un lugar perfecto para desconectar.

Los 12.000 habitantes censados, aproximadamente, se multiplican por cuatro durante la época estival. Aunque en julio y agosto las concurridas playas pierdan un ápice de pureza, no se trata de la agobiante masificación de otras áreas peninsulares. No obstante, mayo y octubre son los mejores meses para visitarla. El 70% del territorio natural de Formentera está protegido. Prácticamente no ha sufrido modificaciones, gracias a que su desarrollo turístico ha sido más pausado y tardío que en el resto de las Baleares.

Sábado por la mañana. No sé qué hora es, pero poco me importa. Entra en mi habitación una ráfaga de sol que me levanta de la cama. Quiero saltar por el balcón, zambullirme a los pies del envidiablemente ubicado hotel Roca Bella, en la inmensidad del Mediterráneo. No puedo dejar de observar las majestuosas vistas que me conmueven hasta palpitar.

Pasan unas horas. Desconozco cuántas. El tiempo se detuvo al llegar. Desde la bahía de Es Pujols nos trasladamos al pueblo de Sant Francesc Xavier. Caminamos a ritmo lento y sosegado por sus acogedoras y emblanquecidas calles. Carmen nació en Formentera en 1945. Es dueña de varios locales y charla amistosamente con Margarita, la mujer del antiguo médico. Sentadas en un banco de la céntrica plaza de la Constitución desprenden la tranquilidad característica de la isla. Aseguran que «Formentera es mejor que el Caribe». Aunque casi la totalidad de los formenterenses viven de la afluencia turística, piensan que habría que controlar las llegadas en agosto. «El pasado verano me dio pena. Hay demasiado desmadre y muchos depredadores», confiesan.

Mientras visitamos los antiguos molinos, hablamos con Pedro, el chófer que nos acompaña. Nació en Jaén y, como Samuel, el camarero de la cafetería donde hace no sé cuántas horas desayunamos, trabaja en Formentera desde mayo hasta octubre.

La brisa del mar refresca un caluroso mediodía en el Hostal La Savina, antes de embarcarnos hacia el Parque Natural. En el catamarán nos frotamos los ojos. La transparencia del agua permite bucear sin mojarse entre un fondo marítimo inaudito, que no entumece ante nuestro paso sobre la mayor pradera de Posidonia Oceánica del Mediterráneo, el más antiguo ser vivo del mundo –con sus 8 kilómetros de extensión y 100.000 años de edad–, que fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1999. Hablar del Caribe español la desmerece. Aunque las mejores fragancias se guarden en frascos pequeños, su esencia y hermosura paradisíaca desbordan cualquier recipiente, por grande que sea. Observamos playas totalmente vírgenes, parajes de ensueño, rincones ocultos.

Formentera también se paladea. El restaurante Can Dani, que ostenta una estrella Michelin, nos deja boquiabiertos. En pleno agosto hay que reservar con una semana de antelación, pero merece la pena. Como menú de degustación nos ofrecen 10 platos, que maridamos con un Pruno, el catalogado como mejor vino del mundo por relación calidad-precio. Cóctel marino de hierbas y cítricos; bombón de pimientos asados con miel y pescado seco; caballa marinada, encurtidos, tomate seco y hierbas; coca de gamba roja, mango, tuétano y trampó; arroz cremoso de matanzas, trigueros y flor de hibisco... pero, quizás, el plato más típico de la isla sea la ensalada payesa, cuyo ingrediente más peculiar es el «peix sec» (pescado seco).

Amanece el domingo. Seguimos sin saber la hora. Se oye el mar de cerca, se huele la arena. Y antes de que el calor comience a hacer estragos, nos subimos en unas bicicletas. A golpe de pedal, entre caminos sin asfaltar y parajes imperceptibles desde la carretera, recorremos el Parque Natural de Ses Salines.

El sol se va apagando, anaranjando, como cuando se derrite una vela a propósito de una escena. En el faro Es Cap de Barbaria, donde se rodó «Lucía y el Sexo», penetramos en un acantilado tras descender por una escalera de madera que cruje y se tambalea. Recorremos una cueva natural que desemboca en el fin del mundo, y... «selfie». Minutos después, desde la terraza del Hotel Cala Saona, entre el sofoco de unas luces para que brille una estrella, vemos cómo el sol se desnuda y, poco a poco, se baña en el horizonte. Su inmersión en el agua, entre algún que otro aplauso, salpica y eterniza la imagen en nuestra memoria.