José Clemente

«Guerra y paz» en Europa

La Unión Europea ha sido premiada con el Nobel de la Paz en reconocimiento al esfuerzo llevado a cabo estos últimos 60 años en favor del desarrollo de las naciones del viejo continente y su permanente labor por el progreso social, político, económico y cultural, así como por la igualdad entre los pueblos y las regiones que la conforman, que ha posibilitado un clima de libertades y de respeto internacional modélicos. Un premio a la integración, la consolidación de un proyecto de unidad transnacional y, sobre todo, un reconocimiento a las seis décadas en paz entre europeos de toda condición.

No es baladí que hoy traiga el título de «Guerra y Paz», obra cumbre del escritor ruso, León Tolstói, a la cabecera de esta Cresta del Gallo, pues al igual que el autor nos recrea los sinsabores de su querida Rusia en la época que va desde la ocupación parcial de Europa por el Ejército ruso, con la batalla de Austerlitz como punto culminante, la posterior guerra de Rusia de 1812 y la derrota napoleónica después de haber ocupado Moscú, el premio Nobel de la Paz a Europa fija su atención, como Tolstói en su novela, en los fraternales y creativos periodos de entreguerras, especialmente hermosos en paz, donde uno descubre la verdadera dimensión de la estupidez humana y la esterilidad que comportan determinadas actuaciones que nacen en la boca de un fusil. Europa confirma esa figura retórica del pensamiento que señala al hombre como el peor enemigo del hombre. Más de cien millones de muertos en apenas medio siglo lo avalan. Lo que nunca debió ser, ocurrió de pronto, y lo peor de todo ello es que el mundo no aprendió la lección y aún hoy se desliza por la pendiente de la barbarie como si fuera algo consustancial y genérico a la supervivencia de la Humanidad.

Afortunadamente, Europa si tomó nota, al menos de que hay cosas que matan más que la muerte misma. La ausencia de libertades, la negación del futuro, el amor no correspondido. Pero las libertades, el futuro y el amor se ganan día a día, instante tras instante, para encontrar mayores espacios, aire más limpio, saliva más deliciosa. Y algunos países (Alemania Occidental, Francia, Bélgica, Italia, Luxemburgo y Países Bajos) se pusieron manos a la obra con aquella reunión que alumbró en París la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA), a la que siguieron el 25 de marzo de 1957 los Tratados de Roma, una idea original de Robert Schuman a la que se sumaron estadistas de la altura de Paul-Henri Spaak, Antonio Segni y Konrad Adenauer. Europa se erguía y echaba a andar hasta ser hoy un proyecto común para 27 naciones y otras diez que esperan su turno de entrada. Eso fue posible ayer, es posible hoy, porque la vieja Europa de los desgarrones y el tiro seco ha puesto sobre la mesa que sólo la paz construye, y nada que esté alejado de ella merece ser considerado.

El reconocimiento a la UE llega en mal momento para los europeos, que arrastramos una dura recesión a la que no escapa nadie. Una crisis económica que amenaza nuestro bienestar y limita las aspiraciones futuras, pero de la que es posible salir poniendo la casa en orden. Una nueva Europa está emergiendo sobre los pilares de otra vieja Europa que ha caído en la corrupción y el sinsentido. Hay que recuperar los valores intrínsecamente buenos y nobles de la Europa de todos los tiempos, pero, también, enterrar muy profundamente aquellos otros que nos provocaron la situación presente. Y eso exige de sacrificios, enormes sacrificios y esfuerzos, pero también menos escepticismos cuando es nuestra salvación la que anda en juego. Y la Unión es el destino. Una meta que sólo alcanzaremos con políticas comunes, naciones sin fronteras, compartiendo las apreturas y los desahogos, haciéndonos más iguales en todo nuestro espacio común, incrementando la solidaridad entre el norte y el sur, desterrando aquellas ideas que buscan diferentes velocidades en el crecimiento, asegurando nuestra moneda común para llegar a ser algún día los Estados Unidos de Europa.