Tribuna
Hammarskjöld
Es alentador que a cargos tan relevantes lleguen gentes no sólo de principios, sino cristianos y que sean consecuentes
Hace días andaba buscando alguna película mínimamente atrayente por la menguante cartelera madrileña y di con una sueca que me sorprendió: Hammarskjöld. Lucha por la paz. Al poco debió evaporarse porque ya no doy con ella. Y digo que me sorprendió porque en 2008 dediqué un artículo a este personaje a cuento de una semblanza que me extrañó, publicada en el semanario Alfa y Omega, del Arzobispado de Madrid.
Pues Dag Hammarskjöld, sueco y diplomático de profesión, llegó a Secretario General de la ONU entre 1953 y 1961, año en que falleció en accidente cuando iba a reunirse con el presidente del Congo. A título póstumo fue Premio Nobel de la Paz. Tras casi cincuenta años se le recordaba porque no fue un político «al uso». Lo prueba su autobiografía, Marcas en el camino, en la que este cristiano protestante, narra su camino interior, su relación con Dios y nos presenta a un hombre de profunda y rica vida espiritual, lo que dio sentido a su idea de servicio que no quedó en la intimidad e inspiró su cometido como Secretario General de la ONU.
Caracterizado por su imparcialidad, se consideró una voz independiente en la comunidad internacional. Comprometido pacifista, tras una devastadora guerra mundial y el riesgo de una tercera, entendió que la ONU no podía ser una simple «conferencia estática» de paz ni una asamblea de debate, sino un agente activo, un «instrumento dinámico» como «constructora de paz». Su prestigio fue indudable: aparte de calles, bibliotecas, fundaciones -ahora una película-, Juan Pablo II le recordó en la Universidad de Upsala (1979) y ante el Cuerpo Diplomático (1989), situándolo junto a Gandhi o Martín Luther King.
Antes de publicar ese artículo en 2008 no tenía tan buen concepto de él. Me había acercado a su figura años atrás al leer Tiempos Modernos, de Paul Johnson. Su juicio era implacable. Calificaba su nombramiento como el peor que pudo haberse hecho: le presentaba como un personaje empeñado en humillar a Occidente frente al Tercer Mundo y a los países No Alineados, segunda marca entonces del bloque socialista. Le atribuía sentar las bases para una guerra en el Oriente Medio por su actuación en el conflicto de Suez y en la crisis, que le llevó a la muerte, de la provincia congoleña de Katanga donde –afirma Johnson– protegió al prosoviético Lumumba e impidió que Bélgica restableciese el orden, provocando un conflicto sangriento.
Sin embargo las críticas también le vinieron de los teóricos beneficiados. Kruschev le atacó por su «nefanda actitud colonialista en el Congo y procolonial en todas partes» y propuso su sustitución; los defensores de Lumumba le calificaron como agente de los Estados Unidos y responsable de su muerte pese a que duramente la censuró. En definitiva, para unos Hammarskjöld fue ejemplo de político cristiano cuya unión con Dios le dio fuerzas en su difícil tarea de servicio; otros, ya le vieron como un personaje perdido en abstracciones y prejuicios, ajeno a los seres humanos y otros, un «idealista funcional», un «visionario».
La política internacional no suele responder a principios morales, sino a intereses. A Hammarskjöld lo valorarán los historiadores, pero alguien que en años de rearme, de descolonizaciones convulsas y política de bloques, se propusiese ser imparcial y por sus convicciones morales buscase, ante todo, la resolución pacífica de los conflictos merece ser valorado y revisar su figura. Quizás sea por deformación profesional, pero su figura me hace pensar en la del juez: metido en medio del conflicto, resuelva lo que resuelva nunca satisfará a todos y el que pierde siempre verá venalidad. Llévese esto a la política internacional, a sus complejos intereses en liza con riesgo de conflictos violentos y se verá que mezclarse en ella da algo de vértigo.
Es alentador que a cargos tan relevantes lleguen gentes no sólo de principios, sino cristianos y que sean consecuentes. Esto no evita el error y aquí entra la responsabilidad personal y la libertad para criticarles. Es bueno que se les recuerde, que se les tenga como referentes en un mundo tan difícil y dejar constancia de que su relevancia radica, precisamente, en su calidad espiritual, en sus raíces cristianas, aunque a Hammarskjöld se le ha dejado en filántropo pacifista. No sé si esa película le hace justicia y espero verla en alguna plataforma televisiva para juzgarla; en todo caso, envidio a países –ahora Suecia– que ensalzan en el cine a sus personajes relevantes, algo impensable aquí, tan propensos a echar tierra a lo nuestro y a los nuestros.
Viendo el panorama político actual, Hammarskjöld está muy por encima de la media. Nos lo confirma el erial de nuestra política nacional, pero no estamos solos también, por ejemplo, Estados Unidos: que con trescientos y pico millones de habitantes alumbra como candidatos a la presidencia a tipos como Biden y Trump.
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