José María Marco

Rajoy, el prudente

A pesar de su cautela, habrá sido el presidente del Gobierno que habrá tomado algunas de las decisiones más difíciles de la historia de la democracia y logrado lo que Ortega llamaría «nacionalización» del PSOE

Rajoy, el prudente
Rajoy, el prudentelarazon

Las revoluciones españoles no empiezan con un asalto al poder lanzado desde fuera. Se hacen cuando se hunde el poder central. Así ocurrió en 1808, con su secuela de independencias americanas, en 1868 y en 1931. Y ese es el peligro que ha corrido el Estado desde que, a primeros de septiembre, el Parlamento catalán colocó la administración catalana fuera de la Constitución y de la ley.

Como es bien sabido, el estilo de Mariano Rajoy, lo que se ha llamado su prudencia exasperante, ha merecido las más diversas valoraciones, muchas de ellas nostálgicas del hombre providencial, tan querido siempre por el regeneracionismo caudillista. Resulta curioso, sin embargo, que un hombre tan cauto, haya sido el mismo que ha tomado varias decisiones vertiginosas. Una de las primeras fue rechazar el rescate por las instituciones europeas cuando casi todo el mundo lo pedía. Otra, promover la reforma laboral que nadie se había atrevido a hacer en cuarenta años. Una tercera, la de no ceder más competencias en Cataluña, rompiendo con la forma tradicional en la que se había venido lidiando con el nacionalismo y gobernando nuestro país. Otra, ayer mismo, es la aplicar el artículo 155 de la Constitución.

En otras palabras: el prudente Rajoy habrá sido el presidente de Gobierno que habrá tomado algunas de las decisiones más difíciles de la historia de la democracia. Y las ha tomado sin que exista precedente alguno, sin manual de uso ni directrices. Rajoy y su gobierno habrán tenido que inventar el procedimiento e imaginar guiones inéditos para un escenario desconocido.

Lidiar con la impaciencia

Ninguna de las decisiones es fácil, pero la última, la que se tomó ayer con relación a la sublevación de la Generalidad de Cataluña, habrá sido la más complicada de todas. La sublevación de la Generalidad, efectivamente, saca a la luz contradicciones y divisiones muy profundas, propias de una sociedad muy compleja como la catalana. Cualquier paso en falso podía –y puede todavía– tener consecuencias desastrosas. Era imprescindible cargarse de razones después de décadas de abandono, por un lado, y propaganda a gran escala, por otro.

La decisión se ha tomado, además, bajo el escrutinio de una opinión pública internacional que sigue fantaseando con nuestro país. Es como si la democracia española tuviera que seguir demostrando que lo es y, al mismo tiempo, como si España siguiera siendo esa república de cuento de hadas progresista donde todo es posible y cualquier delirio utópico pudiera hacerse realidad. Los gobiernos de todo el mundo, y en particular la UE, como demuestra lo ocurrido durante la entrega de los Premios Princesa de Asturias, han dejado atrás este extraño concepto de España.

Rajoy ha tenido también que lidiar con la impaciencia de una parte de la opinión pública que le pedía, y en más de una ocasión le ha exigido, tomar decisiones inmediatas, urgentes, de una espectacularidad proporcional a lo que estaba ocurriendo en Cataluña. Es una demanda lícita, claro está, sin contar con que las pasiones políticas, que pertenecen al orden de lo que Maquiavelo llamaba la «fortuna», forman parte siempre de cualquier situación, más en una como ésta, que toca en lo más íntimo a cada uno.

Un problema más complejo, de orden práctico esta vez, era cómo articular las agendas y los calendarios de dos partidos políticos muy distintos, como son el PSOE y Ciudadanos, para llegar a un acuerdo que permita responder en tiempo y forma a la sublevación. Se entienden así los silencios de Rajoy y de su gobierno, y aunque hay quien ha echado de menos –como quien esto firma– alguna palabra de mayor aliento patriótico, debe reconocerse que la discreción era un elemento básico para encontrar una solución a un problema que, desde este punto de vista, era estrictamente político: de tiempos, de acuerdos, de sensibilidades y de posicionamientos.

Espíritu del 78

Aún más complicada parecía la posibilidad de llegar a un consenso con el PSOE, al ser este, sin menoscabo de Ciudadanos, el elemento clave para una puesta en marcha del 155. Aquí, la elaboración y el logro del acuerdo son tan importantes, si no más, que la aplicación del famoso artículo. Y si la decisión resiste a las provocaciones y a las tensiones que van a producirse dentro y fuera de Cataluña, Rajoy habrá conseguido algo completamente nuevo en la democracia de nuestro país, algo que Ortega habría llamado la «nacionalización» de los socialistas. Llevará al PSOE a integrarse en una perspectiva nacional, con todas las consecuencias de un paso como éste, que homologa a la democracia española con las europeas. La nación queda por fin fuera del debate político partidista.

La novedad, en realidad, es una vuelta al escenario y al espíritu del 78, el mismo que presidió la Transición y la redacción de la Constitución. Son los nacionalistas catalanes y sus aliados los que han querido dinamitar la democracia liberal y los que han suspendido, de facto y de derecho, el Estatuto de Cataluña y la legitimidad del gobierno de la Generalidad. Rajoy habrá tomado una medida de una audacia inimaginable hace poco tiempo. Lo ha hecho, sin embargo, teniendo en cuenta, antes que nada, la realidad de la naturaleza política de nuestro país y, en la medida de lo posible, la «fortuna», todo aquello –que es mucho– que está más allá de nuestra voluntad. La prudencia es cautela.

También es el arte de actuar según la realidad de las cosas, no según lo que nos imaginamos que son o según nuestros deseos. Por eso Aristóteles hizo de ella la virtud política por excelencia. Por ahora, y entre otras cosas, ha evitado una nueva revolución española, de esas que nacen del hundimiento del centro, en este caso del enfrentamiento de los partidos constitucionales, o nacionales.