"Crónicas del salitre"
Tiburones y boquerones
“Un importante número de bañistas no se metía en el agua del mar aunque se achicharrasen de calor”
«La calle de La Amargura Mojada» podría ser el perfecto título para definir cómo fue el rodaje de la archifamosa película «Tiburón». El parto de la versión fílmica de la millonaria novela de Peter Bencheley –que se marca un cameo reporteril– supuso la prueba definitiva para un novato Steven Spielberg, que casi lo manda todo al carajo por la dureza y la enorme ristra de problemas que cada día surgían: los tiburones mecánicos fallaban más que una escopeta de feria, los actores y extras estaban pasmaditos de frío en todas las escenas playeras y acuáticas, pues era invierno cuando se filmó, y los productores y jefazos de los estudios Universal vivían con la duda perpetua de si habían hecho bien, encargándole al niñato de Ohio (Spielberg) aquella jodida película.
La realidad apabulla, dado que el film del escualo asesino logró ser número uno mundial, además de inventar el «lockbuster» –que se mantiene hasta nuestros días– consistente en reventar la taquilla durante la primera semana de su estreno en el mayor número posible de cines. Pero lo mejor, y también lo peor, fue su efecto social en aquel verano norteamericano de 1975 (a España no llegaría hasta diciembre de ese mismo año): un importante número de bañistas no se metía en el agua del mar aunque se achicharrasen de calor y las piscinas vivieron entonces un singular apogeo, y todo debido al susto que la peli de marras le metió al personal.
Los efectos llegan hasta nuestros días, especialmente en materia guasona. No puedo olvidar el monólogo de mi querido Sergio Fernández «El Monaguillo» comentando en su «cinexin» de Onda Cero y en varias actuaciones sobre el miedo desarrollado por su padre, tras el visionado de la película, incluso cuando éste ponía un pie en el plato de ducha… O mi compadre norteamericano Pepillo California, bromeando sobre una versión de la peli a la española, centrando la acción en la costa malagueña, con un boquerón asesino que inicia el ataque mordiéndole el culo sobre todo a las bañistas.
Lo cierto es que desde hace años no hay verano sin que proyecte el pelotazo sobre una gran sábana, colocada a modo de pantalla en mi jardín. La habré visto más de 100 veces y sigo disfrutándola, aunque confieso que cada vez que me meto en el mar siempre me acuerdo de la peliculita de marras, y eso que el agua me llega únicamente a la altura de la rodilla.
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