Retratos sin tiempo

Salvar la vida, aliviar la muerte

Con toda España confinada por la Covid-19, sanitarios como la médico internista Concha Conde (Sevilla, 1976) siguieron acudiendo a las casas para atender y acompañar el final de personas aquejadas de otras enfermedades

Concha Conde es médico internista y trabaja en el hospital Virgen del Rocío de Sevilla, donde ocupa plaza como trabajadora eventual
Concha Conde es médico internista y trabaja en el hospital Virgen del Rocío de Sevilla, donde ocupa plaza como trabajadora eventualKiko Hurtado

Un médico es, en última instancia, el hilo que une la vida y la muerte, atravesando el umbral de mayor intimidad del ser humano. No hay que decir que un nacimiento produce una energía inversa al desamparo de desprenderse físicamente de alguien; tampoco atender a personas a las que la enfermedad ha doblegado da la felicidad del alumbramiento, pero proporciona un sentimiento positivo. Lo sabe bien Concha Conde, internista en el hospital Virgen del Rocío de Sevilla, dedicada a acompañar en ese tránsito complicado del que ni hablamos ni queremos oír. «Te metes en su casa, conoces a la familia y se establece una relación», cuenta días después de haberse presentado por tercera vez a las oposiciones de su especialidad en Andalucía, porque a pesar de su dedicación su puesto sigue dependiendo de decisiones políticas. «No me va a faltar el trabajo, porque la bolsa funciona, pero me voy a jubilar como eventual probablemente...», dice con cierto pesimismo. El sobreesfuerzo después de la jornada laboral pesa, los siete contratos encadenados en solo dos años, también. «Estamos bastante maltratados», asegura quien atesora una trayectoria que la ha llevado por hospitales de Ciudad Real, Bormujos (Sevilla) y Huelva. Cuando se decretó el confinamiento por la Covid-19 aparcó las emociones personales–el miedo, el instinto de protección a los suyos y a sí misma– para seguir cumpliendo con eso que llaman deber, a pesar de que algunas familias y enfermos les pedían que no fueran a sus domicilios a tratarlos, presos del temor al contagio de la enfermedad. El mismo que veía en las caras cubiertas por mascarillas de sus compañeros y que entraba con ella en casa. Fueron días «muy duros», con «pacientes muriéndose solos en las habitaciones», con el silencio helando aún más los pasillos del hospital. Como profesional se encargó de medicalizar residencias de mayores, epicentro del virus –uno de cada tres fallecidos en Andalucía vivía en un centro–. Comenzaron, según recuerda, el Viernes de Dolores: «Es lo mejor que se hizo». La asistencia mejoró a costa de largos turnos de doce horas de los sanitarios, quienes durante meses fueron la única vía de comunicación de muchas familias: llamaban por teléfono, informaban de cómo se encontraban y, en su caso, daban la peor noticia. «Llorábamos ellos y nosotros...» y, aún así, defiende que lo importante era «salvar la vida de quienes venían a despedirse de sus familiares». Para todos ellos, esa huella tardará en desdibujarse más de lo que dure la (ya larga) pandemia.