Elecciones 19-J
Ciudadanos: las tres estaciones de penitencia del partido bisagra
Cs pactó con el PSOE de Susana Díaz, después entró en el Gobierno del cambio y ahora se extingue fuera del Parlamento de Andalucía
Toda existencia se hilvana en el terrible laberinto de tres cláusulas que tejió Gracián: «Ayer nada, hoy poco más, mañana menos». La historia del Cs es el «remake» en technicolor de la UCD. «No sé qué he hecho mal para un castigo tan duro», señaló Juan Marín tras la debacle con sabor a naranja amarga. Al borde de la extinción, con una muerte en diferido, Cs cubre su objetivo vital como partido bisagra.
Cs nació como partido probeta engendrado in vitro en respuesta de las clases medias-altas a los movimientos del 15M, como un Podemos de centro derecha que sirviera de dique de contención al electorado centrado mientras el PP hacía aguas. Como tal, en Andalucía, el partido naranja ha cumplido con creces su propósito y forma parte de la historia de la última década. Sin Cs, la gobernabilidad en Andalucía habría sido impracticable tras los peores momentos del crack del ladrillo y en la necesidad de certezas durante la pandemia. El partido, además, ha colaborado en gran medida a la regeneración política en Andalucía, como una de sus banderas, y ha sido partido de gobierno, con cinco consejerías y una vicepresidencia, todas con un balance entre aceptable y notable.
El 2 de diciembre de 2018 el desgaste de casi cuatro décadas de gobiernos socialistas en Andalucía, la merma de los servicios públicos durante la crisis del ladrillo y los casos de corrupción que desembocaron en la punta de iceberg de los ERE propiciaron la tormenta, o carambola, perfecta para que Moreno se convirtiera en presidente de la Junta. A ello se unía la desconexión de la candidata a la reelección, Susana Díaz, con la calle antes y, sobre todo, durante y después de la guerra fratricida con Pedro Sánchez en la que fue derrotada y retratada. Sin Cs, Juanma Moreno nunca habría sido presidente y menos igualando el peor resultado del PP en unas autonómicas.
Antes del Gobierno del cambio, Juan Marín ya colaboró en la estabilidad de Andalucía pactando varios presupuestos con el PSOE, a cambio de la bonificación del impuesto de sucesiones. Lo de Marín y Susana Díaz fue un «matrimonio a primera vista». De hecho, cuando la ex presidenta le retiró la palabra al negociar Cs con PP, Marín –de natural, buena persona– se preocupaba de verdad. Elías Bendodo ocupó el espacio de Susana Díaz. En el primer debate ordinario en el Parlamento, Bendodo sacó el capote: «Me llevo muy bien con el vicepresidente Juan Marín. No estamos enamorados, pero, ¿quién sabe?». Después se lo advirtió Mario Jiménez: «Cuidado con Marín, que también bebía los vientos por Chiqui (Jiménez Barrios) y mira ahora». El «Manzanilla Power».
En la campaña previa a entrar en el Gobierno andaluz, Rivera se presentaba como Prometeo de la nueva Transición e igual citaba a Adolfo Suárez que a Alfonso Guerra. Entonces, Cs aparecía como un partido de centro pero sus guiños lo situaban en el centro-izquierda, donde el propio presidente Moreno fija el espectro ideológico andaluz. En la siguiente precampaña, sobre todo tras la irrupción de Casado como líder del PP, la formación naranja, después de una legislatura apoyando al Gobierno socialista de la Junta, dio un golpe de timón: un viraje hacia el centro-derecha. La paradoja naranja radicaba en que, estadística y matemáticamente, para una formación que predicaba la necesidad de «un cambio» del socialismo, toda posibilidad de alternancia en la Junta pasaba, ante la imposibilidad empírica de una mayoría absoluta, por captar votos en el caladero del PSOE-A y Cs, sin embargo, tiró la caña al caladero popular. En 2018, Cs se quedó a cinco escaños del «sorpasso» al PP. La vocación nacional de Cs, además, entonces dibujaba a la agrupación en Andalucía como una franquicia de Rivera; de ahí, por ejemplo, el aislamiento naranja en el acuerdo alcanzado en el Parlamento para exigir una nueva financiación autonómica, apoyado, incluso, por el PP-A con Rajoy aún de inquilino de La Moncloa. Cuando Cs se convirtió en partido «andalucista», de cara al 19-J, resultaba más desesperado que creíble.
Una de las evidencias de que efectivamente lo de Cs era un suflé era la escasa afluencia en sus actos políticos, aún en la cresta de la ola, la dificultad para cubrir mandos o las posteriores guerras internas en el partido. Marín fue elegido candidato en unas primarias con menos participación que cualquier cofradía pequeña de Sevilla. Un partido de Gobierno con 2.500 afiliados, menos de la mitad de los 6.500 que tenía en 2018. En la campaña, los ex de Cs pedían el voto para el PP y hasta la consejera Rocío Blanco se dejaba ver en mítines del PP.
Cs fue un socio de investidura plácido con el PSOE y fiel compañero de Gobierno con el PP, al punto de fundirse con él y protagonizar escenas de sofá en el Congreso popular. En todos estos años, alrededor de una década, Cs ha sido un partido clave para el cambio político, garante además de no entregar la cuchara en ningún momento a Vox. Finalmente, cuando el cambio estaba consolidado por sí solo con el PP, Cs desaparece de facto. «Aquí ya no queda nadie», señalaban en el partido de Arrimadas, con perfil de dolorosa, y de Bals, con aire de sepulturero a lo «spaghetti western». «Gracias a los más de 120.000 andaluces que siguen confiando en el proyecto liberal, que debemos reimpulsar entre todos» escribió Marín. Perdieron más de 540.000 votos el 19-J. En Sevilla, los naranjas se quedaron en un 3,6% del voto frente a más del 17% de 2018. En Málaga pasaron del casi el 20% al 3,6%. En Cádiz, de más del 20% al 3,8% . A Marín, pese a despuntar en los debates como pretoriano de Moreno y con «las torrijas», no le votaron ni en su pueblo, Sanlúcar, donde pasó de primera a quinta fuerza. Tras cinco fracasos electorales seguidos en España, el último que apague la luz. “Los soldados que bajaron a la playa de Normandía nunca llegaron a París”, dicen en el PP sobre la labor de Juan Marín.
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