Arte, Cultura y Espectáculos
Miguel Ángel salta a la yugular
El artista reflejó en el “David” esta vena, que la ciencia tardó todavía cien años más en descubrirla
Epítome de virilidad, ídolo gay, metáfora de la juventud, ídolo de vigoréxicos, reclamo para hacer taquilla, canto suntuoso, y excesivo, de la carne... El «David» de Miguel Ángel es el clasicismo que el arte contemporáneo no ha podido matar. Es una rebeldía en mármol que los siglos no han envejecido ni han logrado enmudecer. Los visitantes acuden a contemplarlo, quizá porque en su admiración aún vibra cierto estupor hacia las potencias creativas del hombre: enfrente reconocemos lo que somos capaces de hacer como especie. El turistaje, con esa veneración pagana que lo caracteriza, desfila por delante de él en silencio, como en un Vía Crucis laico. Su sala es una estampa extraña donde todavía puede respirarse el asombro que nos causa la belleza. Al «David» se le ha examinado desde todos los puntos de vista y, con ese tono reverencial que envuelve lo mistérico, lo incomprendido, se le ha ensalzado con unanimidad de criterios. También su trasero, que es como un icono dentro del icono. Incluso para sus defectos se han buscado argumentos, como una especie de narrativa política, que las justifiquen y alabar el ingenio de Buonarroti. Lo que había pasado desapercibido eran los vaticinios enterrados en su anatomía contenida, detenida en su tiempo de piedra. Y es que resulta que Miguel Ángel anticipaba ya detalles físicos que los médicos tardaron en constatar un siglo, hasta 1628, para ser precisos y acotar márgenes. El escultor había reparado en la existencia de la vena yugular cuando nadie la había apreciado y la esculpió en su obra maestra y en otra más, posterior, el «Moisés», otra «terribilità», pero esta vez la de un profeta sentado, pero como a punto de ponerse a blasfemar. Esto nos habla de un artista vocacional y meticuloso, capaz de arriesgar prestigios y renombre por infringir la ley al hacer autopsias de cadáveres (algo prohibido) y acceder a los secretos que aún se escapaban. Pero también habla de un observador detallista del cuerpo humano y de las diversas tensiones que lo estremecen. Porque aquí lo que tenemos, más que un cirujano, es un escultor esforzado en recoger las diversas repercusiones que desencadenan las emociones. Así que aquí tenemos, más que a un científico, para eso habría que acudir a Leonardo da Vinci, un talento sin satisfacer, un perfeccionista preocupado por reflejar, en vez de un físico, lo que siempre se ha alabado de él, un estado de conciencia, que es lo complejo, y que él traduce en un reflejo muscular. Su «David», más que un panegírico a la corporeidad, es un calco, en mármol de Carrara, de una tensión violenta, la del adolescente que se predispone a matar a un hombre, Goliat, que no por ser gigante y ser filisteo deja tampoco de ser un humano. Miguel Ángel apreció que la excitación remarcaba en el cuello esta vena sutil y hasta entonces ignorada. La subrayó con el cincel para enseñarnos, subrepticiamente, que su adolescente no es un pastor contemplativo, como los que asoman por la lírica, sino un joven armado con una honda y dispuesto a asumir su destino. Y esto es casi más emocionante que lo científico: que Miguel Ángel fuera capaz de traducir en carne y hueso las fuerzas que aballestan el intelecto.
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