Alimentación
Come lo que te apetezca
El título de esta columna dedicada a la nutrición parafrasea y modifica el lema de la jocosa Abadía que inventase Rabelais en su crónica de las travesuras de Gargantúa y Pantagruel. Haz lo que quieras, rezaba el original. El monje franciscano, luego benedictino y siempre libertino, además de erasmista confeso, que escribió esa obra, lo hizo para ridiculizar los excesos represivos de las religiones de su época. Todas ellas predicaban la abstinencia, de igual modo que lo hace en estos días esa nueva religión monoteísta que somete el apetito a odiosas dietas para adelgazar o para prevenir la sombría amenaza de mil y una enfermedades. No digo ya que, a veces, y sólo en su justa medida, no lo hagan, pero aún más seguro estoy de que reprimir a rajatabla los impulsos es algo que daña seriamente la salud. Pondré un ejemplo: si yo, en una calurosa tarde de estío, paso delante de una heladería y se me hace la boca agua pensando en lo que allí despachan, más vale, por sabedor que sea del peligro inherente al azúcar, la leche, los colorantes y otras sustancias nocivas que los helados contienen, que ceda a la tentación y me permita un capricho. Ayer, sin ir más lejos, me pilló en la calle un amigo de ésos que siguen al pie de la letra las normas del catecismo nutricionista y se quedó literalmente helado, valga el retruécano, al ver que yo paladeaba con evidente fruición dos hermosas bolas de helado de limón y de coco plantadas en la cúspide de un no menos hermoso cucurucho de barquillo. Debo decir en su descargo que no me riñó. Se limitó a manifestar su asombro. «¿Tú», me dijo, «que escribiste Shangri-La, ese evangelio del elixir de la eterna juventud, tomándote nada menos que un helado?». Esbocé una sonrisilla de circunstancias, miré de reojo a la bonita chica que me acompañaba y descargué sobre su conciencia, como Adán lo hizo sobre la de Eva, el peso del pecado cometido. «Es que a ella le apetecía», dije. Y le aticé otro buen lengüetazo a lo poco que quedaba del manjar. Perdóneme el lector la insolencia, si la hubiere, de incluir tan pecaminosa confesión en el texto de una columna dedicada a la salud. ¡Pero qué diantre! Convencido estoy de que los helados no son buenos para ésta, pero peor aún es rabiar por no hacer lo que nos pide el alma. Eso requema y consume. La libertad es una panacea. Decía Rabelais que lo propio del hombre es reír. De acuerdo. Come, lector, lo que te apetezca y ríase la gente.
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