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Jerusalén
Urusalimmu en la escritura cuneiforme del siglo VIII a.c.; Yerushalayim, en hebreo “Ciudad de la Paz”; al-Quds para los musulmanes que creen que, desde la llamada Cúpula de la Roca, Mahoma ascendió al cielo. Jerusalén, la ciudad donde Jesús fue condenado, crucificado, sepultado y resucitado. El Papa Francisco ha manifestado su preocupación ante la posibilidad de que una decisión unilateral del Presidente de Estados Unidos provoque reacciones de violencia interreligiosa y política y olvide la extraordinaria historia de fe que la ciudad de Jerusalén alberga.
Con su decisión de trasladar la Embajada de Estados Unidos en Israel, Donald Trump ha optado por seguir avanzando en su farmacología del unilateralismo en política exterior administrado en píldoras rupturistas, cuyos efectos generan más dolores de cabeza de los que mitigan. Fundamentalmente, el dolor de cabeza del propio Trump, al abrir las páginas de los periódicos por la mañana y ver su administración cuestionada por la influencia de potencias rivales en la campaña electoral y los contactos de algunos de sus asesores (Flynn) con intereses rusos.
En clave doméstica, la iniciativa de Trump puede interpretarse como una maniobra de distracción. Y también como una respuesta a su electorado evangélico y al lobby israelí, que había pedido al Presidente que cumpliera la promesa de activar la resolución aprobada por el Congreso en 1995 para trasladar la misión diplomática de Tel Aviv a Jerusalén, y reforzar así el apoyo americano a los planteamientos políticos de Netanyahu.
Pero en clave de política exterior, puede interpretarse como un paso más en la confirmación de que el Gobierno americano opta por fortalecer las alianzas tradicionales en Oriente Medio para afrontar el final de la Guerra de Siria, desde una posición que sea capaz de equilibrar las aspiraciones de Turquía y Rusia y la creciente influencia de Irán en la región. El mensaje para los saudíes y demás aliados árabes es claro. Estamos en el mismo barco, pero el barco lo gobierna Washington.
El Secretario de Estado Rex Tillerson ha reaccionado con rapidez para asegurar que la oportunidad para reactivar el proceso de paz entre israelíes y palestinos sigue más abierta ahora que en los últimos años. Lo cual puede entenderse como un compromiso para establecer una hoja de ruta donde Estados Unidos asume el liderazgo, una vez que restaura con esta decisión la confianza de los israelíes.
Lo que debería confirmarse ahora es si los dirigentes palestinos son capaces de encajar y hacer encajar el nuevo marco de negociación entre una población parcialmente descontenta con Mahmud Abbas y temerosa de perder el necesario apoyo regional árabe. Y ante esa debilitada influencia política sunní, ver cómo la influencia iraní alimenta la tensión y provoca estallidos de violencia.
Las críticas no se han hecho esperar desde Europa y desde el entorno musulmán. Y los riesgos son elevados. Si la decisión del Presidente no se ve complementada por una intensa labor diplomática, la violencia es una amenaza inminente para la cual no se encuentra predispuesta la totalidad de la sociedad israelí, ni la comunidad hebrea americana. El lobby judío liberal J-Street ha criticado la decisión del Presidente poniendo de manifiesto que un conflicto político multifactorial no debe de contemplar en exclusividad la perspectiva de los grupos ortodoxos y ultraconservadores que presionan a Netanyahu. Pero si por el contrario a la capitalidad política de Jerusalén se le añade el reconocimiento del carácter inter religioso de la Ciudad de la Paz, el camino de la negociación podría despejarse.
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