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Un granito de fe para comprender el mundo
Por Luis Miguel Belda
He oído decir a los entendidos, creyentes y menos que eso, que la Semana Santa es cosa que se siente ‘pa los adentros’. No obstante, no veo nada más visual y sonoro que la Semana Santa. Empezando por su vocabulario propio, un argot para el que parecen creadas palabras no solo significantes en sí mismas, sino ‘significativamente’ sonoras.
Ahí tenemos abacá (cinturón de hilo de pita), lema (objetivos de una hermandad), paso o trono, acetre (caldereta en el que se vuelca agua bendita), quinario (culto), madrugá, aguaó (quien porta un cántaro con agua), bancero (cofrade sobre cuyos hombros se sujeta el paso), rostrillo (adorno a la virgen o santa), saeta, penitora (sólo en Úbeda, mujer encapuchada que porta una cruz), beraka (oración) o tahalí (donde el romano cuelga su machete).
Ni qué decir tiene de los avisos, llamados, apelaciones que solo adquieren su tensión en Semana Santa, como ¡Vámonos!, ¡Ahí queó!, ¡A esta é!, ¡Aguanta la delantera! o ¡Al cielo con ella!
Dicen que dijo Beethoven que la música (y cabe pensar que se refería a la que llamamos clásica) era el modo en que Dios se comunicaba con los hombres, que era, que es su lenguaje. Podría decirse que la Semana Santa, además de la oración, es el lenguaje con el que comunicarse con Dios. Los guionistas de la película ‘Copying Beethoven’, le atribuyen también la afirmación de que mientras un ingeniero une con sus puentes dos puntos de tierra, un compositor como él une las almas de las personas.
Y no parece que haya una manifestación, y además musical, que durante algo más de siete días sume tantas voluntades, sentimientos y almas en común que una Semana Santa como la que convoca cada año a millones de personas en aquellos países de tradición católica, siendo la española, probablemente, la más ‘sentía’, visual y sonora.
Cumple la Semana Santa el santo y seña de los nuevos tiempos, fundados sobre lo audiovisual: la imagen y el sonido. Lejos del silencio que caracteriza la francesa desde el Jueves Santo, cuyas campanas callan hasta la Resurrección. Porque, aunque las llaman procesiones del silencio, en el patrio local, tanto el cofrade o penitente como quien se encuentra al otro lado de la barrera, encierra -si bien para sí durante unas pocas horas- toda la bulla sonora que acompaña el dolor de una ejecución tan injusta como irrelevante en su tiempo.
Ya que, sin sonido, ni con la iconografía como concepto (la imagen total), no es posible entender la Semana Santa en todo su esplendor, y color. Una Semana Santa que se desenvuelve al ritmo impuesto por Eisenstein en la escena de la escalera Potemkin: tragedia, dolor, solidaridad, comunión, incomprensión, muerte. Un todo en uno en un rodaje que cumple más de dos mil años de metraje con final esperanzador.
No sabemos si a Jesús le complacería tanta algarabía procesional a su alrededor y en su recuerdo. Tampoco nos lo preguntamos porque lejos está cualquier proposición de volver a malherirle; bien al contrario. Cabe suponer, por ello, que Dios y su hijo nos observan con atención y complacencia, en igual dirección que lo hacemos nosotros desde el suelo, una tarde o noche, al ritmo de una saeta que nos espolee con deseos como este: “Jesús que vas ‘ataíto’ con cordeles y desnudo, dame un granito de fe para comprender el mundo”.
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