
Leyenda
Un destino paradisíaco marcado por un antiguo conjuro indígena
Esta leyenda de la época de la colonización castellana narra la historia entre un gobernador y una anciana aborigen

La isla de Fuerteventura, con sus playas de arena dorada, agua cristalina y paisajes desérticos esconde alguna de las leyendas más aterradoras del Archipiélago canario: la maldición de Laurinaga, una historia que se remonta al siglo XV y que, según dicen, sigue viva en cada ráfaga de viento cálido que sopla desde el desierto africano.
Corría mediados del siglo XV cuando Pedro Fernández de Saavedra, noble castellano y conquistador de renombre, fue nombrado señor de Fuerteventura. Varón de poder y pasiones desmedidas, pronto se casó con Constanza, con quien tuvo catorce hijos. Pero su estela de conquistas se extendía más allá del matrimonio, dejando, según afirman, descendencia también entre las mujeres aborígenes de la isla.
Uno de sus hijos legítimos, Luis Fernández de Herrera, heredó más los excesos de su padre que su nobleza. Joven apuesto, acostumbrado a conseguir cuanto deseaba, fijó su atención en Fernanda, una muchacha de belleza serena y espíritu firme. Tras insistentes cortejos, logró que accediera a pasar un día con él. Lo que comenzó como un encuentro inocente derivó en un intento de abuso por parte de Luis, frustrado solo por los gritos desesperados de Fernanda.
Alertados por los alaridos, unos cazadores y un labrador indígena acudieron al rescate. Fue este último quien primero enfrentó a Luis. Pero el desenlace fue trágico: Pedro, el padre, apareció a caballo y, sin mediar palabra, embistió al campesino, causándole la muerte.
Entonces, de entre la espesura, surgió una figura encorvada: una anciana de mirada profunda y piel curtida por los años, que al ver a Pedro, comprendió el cruel destino que se había consumado. Ella, Laurinaga, había sido una de las amantes indígenas del conquistador y, como acababa de descubrir, la madre del hombre asesinado. Su hijo. El hijo de Pedro.
Dominada por un dolor antiguo y la furia de siglos de sometimiento, Laurinaga invocó a los dioses guanches, clamando justicia. Fue entonces cuando lanzó su maldición: "Que Fuerteventura arda en vientos de muerte, que sus flores jamás florezcan y que sus arenas se traguen la vida."
Desde aquel día -aseguran los isleños- los vientos cálidos del Sáhara comenzaron a azotar la isla con violencia, dejando tras de sí un paisaje yermo, reseco, donde la vegetación no prospera y la aridez se impone. El paraíso se convirtió en desierto.
¿Superstición o verdad ancestral? Lo cierto es que Fuerteventura, con su belleza desértica y su cielo limpio, guarda en su alma un eco de tragedia y misterio. Quien camina por sus senderos y siente el alisio soplar en la cara, podría -si escucha con atención- oír todavía el lamento de Laurinaga entre las palmeras secas.
✕
Accede a tu cuenta para comentar