Cataluña

Diario de una cuarentena con niños: Día 16

Dejamos las videollamadas y nos dedicamos a aplaudir a los niños por su resiliencia

Las manos pequeñas de Pablo ayer volveron a aplaudir a rabiar a los otros niños
Las manos pequeñas de Pablo ayer volveron a aplaudir a rabiar a los otros niñosCarlos Sala

La vida es curiosa, no existen niños pequeños con manos gigantes. Existen coronavirus que nos encierran a todos en nuestras casas, pero no niños con manos gigantes. ¿Por qué? No tiene sentido. ¿Qué es lo peor que podría pasar si un niño pequeño tuviese manos gigantes? Los hospitales no estarían colapsados, ni la gente sufriría por los ERTEs, ni empezaríamos a echar de menos cosas estúpidas como los turistas o el lunes. Lo único que pasaría es que al aplaudir, la gente le haría caso, nada más. Y no hay nada más bonito que un niño pequeño cuando aplaude.

Hoy Pablo, con sus manos diminutas, ha decidido que lo mejor que podía hacer era jugar a superhéroes y darme golpes con sus manos diminutas a mi estómago. Estoy convencido que si tuviese las manos enormes no se atrevería, le pesarían demasiado y preferiría pintar o cantar o bailar o al menos dejarme en paz. Lo que está claro es que si él es un superhéroe, yo tengo que ser el villano, y el rol no me va del todo. Ninguna directora de casting me llamaría a mí para ser el malo. AUNQUE, quizá sí, quizá estar encerrado tantos días sí nos está haciendo poco a poco más malos.

Camilia hoy a vuelto a hacer una videollamada, pero esta vez se ha quedado mirando la pantalla a su amiga sin decirse gran cosa. Es lo que ocurre en este confinamiento, que no ocurre nada, así que no hay mucha cosa que explicarse. Les digo que se pongan el uniforme del cole, que cojan algo que les recuerde a nuestra vida anterior, y funciona, les abre la memoria, se empiezan a explicar pequeñas aventuras escolares que ya se habían olvidado. “Te acuerdas el día que...” y es cierto, la melancolía funciona, siempre da temas de conversación. El futuro sólo da preocupaciones y dolores de cabeza.

A las seis de la tarde centenares de pequeñas manos salen al balcón a aplaudir a los niños por la manera en que se están comportando estos días. Los niños se apauden a sí mismos y a sus amigos, a sus primos, a sus seres parecidos, porque la verdad es que se están portando muy bien. No puedo hablar por todos los niños, por supuesto, pero puedo extrapolar por los casos que conozco, y los niños están siendo uno más de los héroes anónimos de este confinamiento. Camila aplaude y dice “enano, idiota” y Pablo aplaude y contesta “tonta, gorda, abuela”, pero se quieren y se aplauden uno a otro con cariño.

En casa hemos decidido que, a partir de aquí, no haremos ni caso a ningún experto, ni psicólogo, ni pedagogo, ni sociólogo sobre cómo comportarnos y qué hacer durante el encierro, porque ésta es la primera vez que cualquiera de ellos ha vivido un confinamiento de 16 días que se puede alargar sine die, así que todo lo que nos puedan decir es pura extrapolación fantasma, conocimiento de oídas y puras adivinanzas. Una extravagancia, vamos. Cada vez que veo una entrevista con un “experto” psicólogo me entra la risa y digo, “y tú que vas a saber” “¡Pringao!”, dice Camila, pero no a los expertos, sino a su hermano, que se ha caído y ha tenido su gracia.

“¡Hoy es mi mejor día de la vida!”, dice Pablo porque no tiene cole y puede jugar todo el día. “¡Es mi mejor día también!”, digo, porque nos adentramos dentro de un mundo sin expertos, sin falsos conocimientos, sin consejos de la abuela, porque nadie ha vivido algo así nunca y esta libertad reafirma. Así que volvemos a salir a la ventana y aplaudimos a rabiar a los niños, para aprender siempre de ellos y dejarnos de tonterías. Estos días la experiencia no sirve de nada, los padres saben tanto como sus hijos, es maravilloso, y por eso Pablo vuelve a pegarme con sus manos pequeñas y a mí me encanta.