Cataluña
Diario de una cuarentena con niños: Día 54
Si los niños pierden 0,1 puntos de coeficiente intelectual a la semana por no ir al colegio, ¿cuánto pierden los adultos en contacto constante con ellos?
Definitivamente, la educación a distancia es una porquería. Estoy volviendo a hacer tercero de primaria y soy tan mal estudiante como Camila. Todo es un desastre. Y no es que no sepa hacer lo que está aprendiendo, la niña sólo tiene ocho años, por el amor de DIos, lo que ocurre es que no sé hacer que me entienda cuando se lo explico y eso me genera frustración y la frustración me hace gritar y entonces la niña llora y yo me siento un miserable y me entran unas ganas locas de hacer puré y yo odio el puré. Así que el proceso es demoníaco. Hoy hasta nos hemos olvidado por completo de que a las 10,30 horas había una clase a distancia de inglés porque la niña no entendía unas divisiones y nos hemos entretenido. ¿Cómo se dice en inglés “¡jolines, Camila, no puedo estar en todo!”? No lo sé, pero en alemán debe ser algo como ¡¡¡¡sdvnsln&%/$=$jlzvkvkxcpsvj!!!!
Empezaron la educación telemática después de Semana Santa y ya nos hemos saltado la primera clase. No es un récord, pero sí un dato negativo. Le he obligado a ver una película en inglés como castigo, aunque quien tenía que haberse acordado que tenía clase era yo, que soy a quien envían su programa de clases. ¿Cómo tengo que castigarme? He ido a la nevera y me he comido un pimiento. Odio los pimientos. Creo que mañana me acordaré de la clase que le toca.
Cada día tiene una. Duran media hora. La tiene con su tutora, con la profesora de inglés, con el de música y con la de gimnasia. No sé si son muy efectivas, si aprenden mucho, pero al menos con estas clases tengo media hora en que no me preguntan nada, así que a mi me relajan. me siento mejor. Según un estudio reciente, los niños pierden 0,1 puntos de su coeficiente de inteligencia cada semana que no van al colegio. Ahora hace ocho semanas que no van así que han perdido 0,8 puntos. Se lo he intentado explicar a Camila, pero no me ha entendido.
Mis hijos son muy inteligentes pues si fueran muy tontos eso significaría o que yo soy muy tonto o que no son mis hijos, dos opciones que prefiero no considerar. Sin embargo, enseñarles cualquier cosa sigue siendo una lucha en que yo siempre pierdo. No me rindo, pero siempre pierdo. Creo que si Max Trautz me explicase de repente la teoría de las colisiones yo pondría la misma cara que pone Pablo cuando le pregunto cuántos son 6-2. “¿Lo entiendes?”, me preguntaría Trautz y yo le diría “¿8?”
Hasta hace dos minutos no sabía quién era Trautz ni que existía la teoría de las colisiones y dentro de dos minutos lo más seguro es que lo volveré a olvidar. Así son las clases con mis hijos, vamos. Hemos empezado a dividir, y al mismo tiempo estaba restando con Pablo, mientras también escribía sobre las horribles consecuencias de la peste en Marsella en 1720, así que me sentía bien, optimista. “No, Pablo, vamos a ver, tienes seis lápices, cuéntalos. Ahora quítales dos, ¿cuántos tienes?" “Los lápices no son míos”. “Eso no importa”. “¿Entonces pueden ser míos?” “No” “Pues vaya lata, odio las matemáticas” Es cierto, no sirven para nada, al menos para que lo que cuentes sea automáticamente tuyo.
¿Qué tienen que ver la muerte con la educación matemática básica? Pues yo, sólo yo, soy el nexo, y eso me ha dado mucho miedo. “¿Lo entiendes?” y los dos han contestado al mismo tiempo, no. Venga, un descanso, les he dicho y se han ido a jugar un rato. ¿Está mal que me haya sentido reconfortado y agusto escribiendo sobre el horror de la muerte por culpa de la peste?
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